sábado, 20 de abril de 2013

Lisboa

Era una noche tranquila, una de aquellas noches que se pueden vivir solo cuando la ciudad está desierta.
Una ligera brisa venía del mar cercano y me procuraba una sensación de alivio.
Vivía en la parte alta de Lisboa, en un pequeño apartamento de dos habitaciones, suficientes para sobrevivir.
Salí de casa hacia las ocho de la noche para dar un paseo, perdiéndome entre las pequeñas y viejas callejuelas del barrio antiguo.
No recuerdo las sensaciones que sentía caminando por aquellas callejuelas, pero tenía la impresión de ser el único superviviente de aquella ciudad abandonada por todos en el verano.
Hace dos meses que vivo en Lisboa, y todavía no he conseguido forjar una verdadera amistad con alguien, ningún conocido en especial, ninguna mujer que me haya gustado.
Aquella sensación de soledad que a veces me invade se alterna con una leve desesperación y resignación por no poder hacer nada para cambiar mi destino.
Cuando camino, tengo la impresión de que las antiguas casas en ruinas quieren decirme algo, comunicarme su estado de ánimo.
Me detengo a veces, a observar las puertas de entrada de madera y hierro forjado, las ventanas cerradas por persianas maltrechas, los balcones coloreados por una gran cantidad de trapos tendidos, y los techos llenos de palomas enamoradas.
Cada edificio, cada casa, tiene su historia de vida, y a veces parece que quisieran contármela.
Tanbien yo tengo mi propia historia, y me encantaría encontrar a alguien que quisiera escucharme.
Pero mi historia, en comparación a la suya, no es nada, por ejemplo, esta pequeña casa de piedra tiene una historia de vida intensa, si pudiera hablar, quién sabe cuántas cosas  diría haber visto.
Caminé mucho, tanto que perdí la orientación de donde estaba.
Recuerdo que entré en una pequeña callejuela que nunca había recorrido, que no conocía, y sin saberlo me llevó hasta un jardín con pocos árboles que daban sombra durante el día a unos bancos de madera esparcidos de manera desordenada, arbustos verdes y secos bordeaban los límites del jardín.
La naturaleza que nos rodea está habitada por algo que no podemos explicar con palabras, sólo podemos sentirlo si nuestra sensibilidad está receptiva.
Parecía desierto cuando se observaba desde donde yo estaba, no pasaba un alma viva, reinaba el silencio a su  alrededor.
Me acerqué justo para sentarme en uno de esos bancos y recuperar fuerzas.
Me senté en el primer banco que encontré, tumbándome con los brazos extendidos sobre el borde y las piernas abiertas, mirando el cielo estrellado sobre mí que lo cubría todo con su luz.
Saber que debajo de un cielo tan maravilloso en aquel momento me encontraba yo, me alegraba el corazón.
No era muy feliz, a decir verdad no lo era en absoluto, pero lograba estar bien conmigo mismo y con lo que me rodeaba.
Comencé a canturrear viejas canciones románticas y a silbar melodías que me servían de fondo a mis pensamientos.
No tenía ni amigos, ni conocidos, ni ningún transeúnte ocasional  con quien compartir la alegría de aquel momento  o con quien intercambiar alguna palabra.
Pero el instante se desvanece y cambia a veces demasiado rápidamente, eso lo sabía muy bien.
De repente entró en el jardín por el lado opuesto al mío, una chica de rara belleza. Se sentó en el banco justo en frente de mí, sin dirigirme ni siquiera una mirada o una palabra, comenzó a juguetear con su teléfono.
Era pequeña, con los hombros finos y redondos, los pechos que se adivinaban a través de la blusa eran espléndidos, el color de la piel un poco olivastro debido tal vez al bronceado veraniego, resplandecía bajo la luz de las estrellas, su pelo largo y liso era rubio como el oro, los ojos, de un color gris como el cielo después de haber llovido, brillaban como diamantes.
La mirada desafiante, los dientes blanquísimos, y en  los labios, grandes y carnosos, un toque de pintalabios rosa tenue que la hacía aun más sensual.
Olía a vainilla, lo notaba del perfume que el viento transportaba.
Vestía de un modo anónimo, pero buscado.
Las manos y los pies bien cuidados, las uñas de color rojo brillante, una extraña belleza envolvía el rostro de aquella chica.
Tenía que enviar mensajes a medio mundo, o estaba escribiendo un poema, tal era su concentración en aquel  teléfono.
Me quedé allí sentado observándola sin hablar, casi con el  miedo de que una palabra mía la hubiera perturbado, y aquella belleza aparecida por casualidad hubiera  desaparecido, dejándome de nuevo solo.
En un cierto momento apagó el móvil de repente, y con un gesto decidido, lo introdujo en su bolso. Rompiendo el silencio de nuestra respiración empezó a sollozar.
Las lágrimas de color rosa, grandes y trasparentes como gotas, se deslizaban lentamente por su rostro.
Un llanto silencioso, reprimido, oculto por la noche.
Se me rompía el corazón al mirarla, al escuchar su llanto, hubiese querido ayudar a aquella maravillosa criatura y combatir con ella sus preocupaciones y sus problemas.
Hubiera querido decirle que no tuviese miedo, que ya no estaba sola, allí estaba yo, que la hubiera ayudado, y hubiera estado dispuesto a enfrentarme al mundo entero por ella.
Hubiera querido decirle cómo en un instante había llegado a ser importante para mí, cuánto su presencia me había  alegrado y regalado sueños de una felicidad inmensa.
Hubiera querido decirle tantas bellas palabras que la habrían hecho enamorarse de mí y yo de ella, pero era demasiado tímido para abrir la boca, para decirle algo, para  acercarme a hablar con ella.
Mientras yo estaba allí buscando la manera de romper nuestro silencio e invadir su mundo, ella dejó de llorar, secándose las lágrimas con el brazo.
Creo que sólo entonces se dio cuenta de mi presencia.
Hasta ese momento no había existido para ella.
Bajó la mirada, y se levantó saludándome con una sonrisa forzada que a veces requieren ciertas situaciones y se fue con paso rápido.
No me atrevía a levantarme, pero mi corazón latía con fuerza, como si quisiese salir, mis ojos la veían alejarse, y el temor de no volver a ver más a aquella maravillosa criatura se apoderó en un instante de mí, dándome la fuerza que necesitaba.
Me levanté de un salto y empujado por un impulso comencé a correrle detrás llamándola.
- Espera... espera... perdona.
Aceleró el paso, tal vez por miedo, tal vez tenía prisa, tal vez no quería hablar conmigo, podía perfectamente continuar viviendo sin mí, pero yo, no sin ella.
Conseguí alcanzarla y la tomé delicadamente por un brazo.
- Espera... por favor no te vayas así, aunque no me conoces, siento que ya no podría vivir más sin ti.
Se echó a reír, ruborizándose ligeramente, bajando un poco la mirada, sus ojos todavía brillaban por las lágrimas vertidas, era bellísima, nunca había visto una mujer tan bella y tan dulce.
- Perdóname si te paro de esta manera, no sé por qué lo hago, pero tenía miedo de perderte y de no volver a verte nunca más, estoy sólo en esta ciudad, no hablo bien tu idioma, me es difícil decirte todo lo que siento y querría  decirte.
- Me gustaría conocerte, tomar un café contigo, tener el tiempo para saber quién eres y darte el tiempo para hacerte saber quién soy yo.
Me temblaban las piernas al decirle ciertas palabras, estaba nervioso por el temor de ser rechazado, y de nuevo abandonado.
Tenía la esperanza de que ella creyera cada una de mis  palabras, que permaneciese allí escuchando mi voz, lo que  tenía que decirle, sin reírse de mí, sin reírse de la situación, tal vez para ella era divertido, quizá para ella era normal, pero para mí era muy embarazoso.
- Sabes... cuando estaba allí sentado en aquel banco, sentía y observaba tu llanto silencioso, se me rompía el corazón, hubiera querido hacer cualquier cosa por ti, pero no tenía el valor de decirte nada.
- Tengo que ir a casa… Me dijo con una sonrisa.
- ¿Pero cómo? ¿Por qué? ¿Ahora? ¿Dime si te volveré a ver?
- No sé, tal vez sí, yo vivo aquí cerca.
-Dime dónde te puedo encontrar…
- Voy a ese jardín todos los días hacia las ocho, cuando salgo del trabajo, me quedo media hora antes de volver a casa, me relaja y me hace sentir bien, me ayuda a pensar.
- Entonces mañana estaré allí también yo, te esperaré en el mismo banco donde hoy estaba sentada.
Nos despedimos con una sonrisa.
Dio media vuelta, y a pocos pasos desde donde la había parado, abrió una gran puerta de madera que se cerró pensadamente tras ella.
Volví lentamente sobre mis pasos, recorría la calle que me separaba de mi lúgubre apartamento, en silencio, mirando al suelo, dando a cada paso su debida importancia.
Siempre tenía la esperanza en mi corazón de volver a sentir  su voz que me llamaba, y yo estaba allí, listo para volver hacia ella.
He vivido siempre muy poco la vida real, he preferido siempre vivir mis sueños, y ser el protagonista absoluto de mis instantes.
Un hombre no envejece solo cuando deja de soñar, sino cuando sus sueños ya no tienen ningún significado para él.
Mañana volveré a aquel  jardín, iré una hora antes, para recordar todo lo que he vivido, y estaré allí esperándola.  
No sé cómo haré para vivir el tiempo que me separa de ese momento.
No tenía ganas de  dormir, no quería enterrar en el sueño  aquellas sensaciones que procuraban felicidad y alegría a mi alma.
Vagué por la ciudad desierta hasta bien entrada la noche, después, cansado, volví a casa.
El día después, una lluvia torrencial e incesante me impedía
salir de casa, los desagües viejos y obstruidos no lograban atrapar toda el agua que caía del cielo.
Las callejuelas llenas de baches se habían convertido en ríos de agua con una profundidad de 30 cm.
Yo, esperaba y rezaba para que dejase de llover, tenía la cita más importante de mi vida y no podía salir de casa.
Nadie me escuchaba, nadie venía en mi ayuda, hubiera querido gritar o llorar de la desesperación.
Me quedé allí, pegado a la ventana, mirando a través del cristal el agua que caía sin cesar, llevándose sin piedad mis sueños.
Sólo después de varias horas, cuando dejó de llover, salí de  casa, y corriendo llegué a aquel jardín, pero ella no estaba.
Durante dos, o quizá tres semanas, fui todos los días a la misma hora, sentado en aquel banco esperándola, pero no la vi más.
Después de casi un mes, me encontré por casualidad, pasando por delante de aquel jardín y bajando por la calle  en que nos conocimos, recordaba con tristeza el punto exacto donde la había parado.
Revivía cada momento, cada palabra pronunciada, cada mirada, como si ella estuviera frente a mí.
La puerta a través de la que había desaparecido, tenía que ser aquella grande de madera, con los pomos dorados.
Me acerqué temeroso, una placa dorada en el centro de la puerta me llamó la atención, no la había visto cuando la dejé la primera vez.
Me acerqué para leer lo que decía.
Convento Religioso de las Monjas Capuchinas del Primer Orden Eclesiástico.
Me fui con una melancólica sonrisa.

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