Un mendigo
Es
la historia más extraordinaria que últimamente me ha sucedido. Tan
extraordinaria que he decidido escribirla.
Hace
aproximadamente unos diez días, sobre las siete de la tarde, me encontraba en
uno de esos bares viejos, sucios y mal frecuentados del Raval. Un barrio de
Barcelona más bien pobre aunque ahora esté de moda.
Quizá
“pobre” no sea la palabra justa; digamos que es un barrio distinto a los demás.
Estaba
allí, tranquilo, sentado junto a una mesa, sumergido en la escritura de mi
cuento con un té de menta delante, cuando una voz me hizo alzar la mirada.
—¿Eres
escritor?
Levanté
la cabeza y vi sentado en la mesa junto a la mía a un hombre vestido como un
mendigo, que aguantaba con las manos una taza de café caliente, quizá para
calentarse del frío de la mañana. Tengo que reconocer que era un hombre más
bien fascinante y también dotado de cierto estilo.
A
primera vista parecía un actor de teatro, así de curiosa y misteriosa era su
figura.
Vestido
con ropa simple y más bien descuidada, sus modos de hacer, hablar, proponerse
eran diferentes a los de los demás.
Alto,
moreno, con los ojos verdes, la piel aceitunada, la barba un poco larga pero
más bien cuidada, sonriéndome con sus dientes blancos esmaltados, me observaba
esperando una respuesta. La sensación que me llegó de él fue una sensación
única, difícil de explicar, tanto que decidí hacer una pausa e intercambiar
cuatro palabras con aquel hombre.
—Ojalá,
amigo mío, fuera un escritor. Quiero decir…, que ojalá pudiera ganarme la vida
escribiendo. Es solo una gran pasión que tengo, la de escribir, y aunque estoy
intentando unir la pasión con la profesión, es muy difícil que esto suceda.
—También
yo durante un tiempo escribía —me respondió con cierta melancolía.
—
¿Y qué escribías? -Le pregunté curioso
—
¿Te importa si me siento aquí contigo? —Me preguntó inesperadamente, cambiando
de conversación—. Solo para intercambiar un par de palabras. La soledad puede
ser una tremenda condena o una maravillosa conquista —me dijo esbozando una
sonrisa.
—
¿Cómo? —le respondí sorprendido.
—
¿Puedo sentarme contigo y hablar un poco?
—Mira
—no sabiendo cómo salir de aquella situación—, tengo que terminar mi cuento,
pero si quieres sentarte diez minutos, no cambia nada.
No
me dejó siquiera terminar de hablar cuando ya se había sentado delante de mí
con su café caliente que sorbía poco a poco.
—Tú
no eres de aquí, ¿verdad? —me preguntó intrigado.
—No,
no soy de aquí. Soy italiano, pero desde hace muchos años vivo en Barcelona.
—Ah,
italiano, italiano. Conozco tu país, es bonito, muy bonito. Y, dime, ¿sobre qué
escribes?
—Un
poco de todo. De la vida, del amor, del destino. A veces, como ahora, escribo
pensamientos que me recorren la cabeza.
—
¿Sabes, italiano?… —me dijo haciendo una pausa reflexiva—, como te he dicho,
durante un tiempo también yo escribía… Escribía como tú, por pasión.
—
¿Y ahora qué haces? —le pregunté intrigado—. ¿Ya no escribes?
—
¿Ahora? ¡Ahora, no! Ahora intento vivir, mejor dicho…, intento sobrevivir.
Observando
mí mirada, un poco escéptico delante de este tipo de afirmación que no dice
nada, continuó:
—
¿No me crees? ¿No crees lo que te digo? Mira, pues…no te miento.
Extrajo
del bolsillo de su abrigo un diario. Más que un diario era un gran cuaderno con
la cubierta negra y sucia, que depositó sobre la mesa. Deslizó rápidamente con
un dedo las páginas arrugadas.
—
¿Ves este diario? Bien… Todo esto es parte de mi vida, lo he escrito yo. No lo
abro nunca. No lo enseño a nadie, pero siempre lo llevo conmigo.
Intrigado
por aquellos folios escritos con letras pequeñísimas y manchadas por el tiempo,
le dije:
—Perdona,
amigo. Si no lo enseñas a nadie, ¿para qué me lo enseñas a mí? ¿Por qué me
cuentas estas cosas?
—
¿Sabes, italiano? —me respondió bajando la mirada—. Tenía ganas de hablar con
alguien y de compartir lo que tengo en mi corazón. Tenemos que tolerarnos
recíprocamente, porque todos somos débiles, incoherentes, estamos sujetos al
error, somos humanos. Tú me has parecido la persona adecuada, no sé por qué,
pero hay algo que me ha empujado a hacerlo.
—Bien,
gracias —le respondí con una sonrisa—. ¿Y de qué quieres hablar?
Bajó
de nuevo la mirada, apoyó la mano en la cubierta de su diario, lo abrió, hojeó
algunas páginas y tras algunos instantes de reflexión, apretándolo entre las
manos, comenzó lentamente a hablar. Un largo monólogo que escuché con atención:
Para
seguir leyendo este relato, dale a este link.
Se
te gusta… compártelo con tus amigos en Facebook, y dale un “ME GUSTA” a mi
pagina.