lunes, 21 de julio de 2014

Don Fico

“La Justicia es igual para todos… Y el castigo infligido estará en relación con el delito cometido”.

 

Dicho escrito resplandecía sobre una placa de bronce a la entrada del gran salón barroco.

 

A las 17.00 horas de una calurosísima y bochornosa tarde de julio venia introducido en la miserable celda del tribunal a un hombre vestido de forma perfecta e impecable. El honorable Don Fico. Se le atribuía el grado de honorable por su modo tan elegante de vestir.

Chaqueta y pantalón azul oscuro con raya beis; camisa celeste, con cuello a la francesa más alto de lo habitual; corbata blanca con rayas rosas; botas negras limpias y brillantes con los cordones y tacones blancos como la corbata.

Peinado con los pelos hacia detrás, barbas y bigote cuidados y lisos, cubiertos de una gelatina aceitosa y brillante. Perfumado como una flor en primavera. Antes de sentarse en el viejo y desquiciado taburete de madera, sacó del bolsillo posterior de sus pantalones un pañuelo rojo fuego con lunares blancos que hacía juego con los calcetines cortos del mismo color. Lo extendió cuidadosamente sobre el banco de madera girando las puntas del pañuelo hacia abajo para no mancharse los pantalones y con una calma sorprendente, se sentó encima.

Sonreía feliz, girando la cabeza de derecha a izquierda a todos sus amigos campesinos que llenaban la corte y la sala del tribunal, acudidos también desde pueblos cercanos para asistir como espectadores curiosos, algunos como testimonios, al gran evento.

El pequeño pueblo en el que había nacido Don Fico, perdido entre los montes de la provincia de Messina, en la región de Sicilia, estaba decorado y alfombrado con carteles que anunciaban que a las 17.00 horas de aquella calurosa tarde de julio tendría lugar a puerta cerrada en el tribunal central la declaración explícita de Don Fico.

Toda la población campesina de los alrededores fue a presenciar aquella solemne función. Un olor denso, a agrio, estiércol, sudor, queso de cabra, se levantaba sobre aquella muchedumbre como una nube.

Un tufo insoportable llenaba el poco aire disponible que entraba por una ventana abierta.

Aquellos espectadores ordinarios, entre los que se encontraban amigos y parientes del imputado, feos y toscos en su modo de ser, y de expresarse, con ese aspecto de paletos y con esa manera de hacer tan primitiva, no conocían más en la vida que el duro trabajo del campo, el ordeñar las vacas, criar el ganado y dar de comer a los pollos y a los cerdos.

El imputado, el honorable y famoso Don Fico, conocido en todo el pueblo, elegante y excéntrico, saludaba alzando la mano derecha, sonriente, satisfecho y complacido por tanta afluencia.

Reconocía entre la multitud maloliente a muchos de sus parientes vestidos celestialmente, como de costumbre hacían los domingos por la mañana para ir a la iglesia.

Estaba también entre ellos el que había hecho la excepción a la regla, dándose un baño de agua caliente y jabón. Ritual reservado exclusivamente al domingo.

Tras tantos meses de reclusión, a la espera del proceso, aquel día caluroso y bochornoso representaba para Don Fico y los espectadores como una gran fiesta.

Tras las primeras formalidades burocráticas y la presentación del caso por parte de la acusación y de la defensa, el juez, un hombre encorvado y amenazador, con la mirada seria y una expresión dura en el rostro decorada en parte por las gafas de medialuna que tenía apoyadas en la punta de la nariz y por los pocos pelos que le entraban desde detrás hasta el cuello de la camisa. Con una gran corbata negra, mojada por el sudor que le descendía de la frente atravesándole la cara, tras sentarse y controlar si en la jarra de agua delante de él habría la justa cantidad de limón y hielo, invitó al imputado a levantarse, para realizarle las preguntas del caso.

-Imputado, ¡levántese! por favor -dirigiéndose a don Elegante-. Dígame, buen hombre… ¿cómo se llama?

-¿Dite a me excelencia? -le pregunta Don Fico señalándose con el dedo-.

-¡Claro que digo a usted! -responde sorprendido el juez-. ¿A quién entonces?

-Don Fico, excelencia. Me llamo Don Fico.

-Bien, bien… señor Don Fico ¿Cuántos años tiene?

-No lo sé, excelencia.

-¿Pero cómo que no lo sabe? -le pregunta el juez acercándose con el cuerpo y levantándose un poco con los brazos sobre la gran mesa que casi lo escondía- ¿No sabe su edad? ¿Cuándo nació?

Alargando los brazos y levantando las espaldas, abriendo de par en par los ojos con una expresión entre el estupor y la imbecilidad, mirando a su alrededor y buscando la aprobación de los espectadores presentes, a Don Fico le parecía absurdo responder a una pregunta como esa.

-Soy un campesino, excelencia. Paso la mayor parte del tiempo trabajando en el campo. Cuando no trabajo, como; cuando no como, duermo y cuando no duermo, trabajo. No tengo tiempo para pensar a cuántos años tengo. Y si quiere saber la verdad, excelencia, no sé tampoco qué día es hoy y en qué año estamos.

Ante aquella respuesta toda la muchedumbre ignorante que estaba allí presente se echó a reír. Cuchicheando entre ellos aprobaban la evidente verdad que acaba de decir Don Fico.

Con una mirada entre el espanto y la incredulidad, el juez comenzó a mirar entre las hojas esparcidas por la mesa delante de él.

-Por lo que puedo leer, señor…Don Fico, usted tiene 50 años desde hace dos meses. ¿Es así?

-Si lo dice usted, excelencia, me lo creo.

La multitud, otra vez, se echó  a reír de modo rumoroso y grosero, silenciados seguidamente por el enérgico sonido de la campana del canciller que fastidiado de tanto ruido se levantó irritado. También él… el canciller, se había vestido de todo punto. Una corbata verde con lunares rojos resaltaba sobre el traje negro con rayitas blancas, y las botas marrones con la hebilla dorada hacían juego con la camisa beis. Serio y atento en su trabajo, movía enérgicamente con la mano derecha una pesada asa de madera de una gran campana de bronce. El péndulo sacudido con fuerza de derecha a izquierda contra las paredes de la campana emitía un sonido infernal.

-¡Silencio! ¡Silencio! guardad silencio -gritaba con la cara roja por el esfuerzo, acompañando los movimientos de la campana en sintonía con los movimientos del brazo-. Guardad silencio o desalojo la sala.

Tras establecerse el orden y el silencio, el juez cogió un folio y comenzó a leer el acto de acusación.

El olor a cabra y oveja de los campesinos rendía el poco aire disponible, irrespirable.

Meneada solo de dos grandes ventiladores con las aspas de madera, que en cada vuelta silbaban chirriando como si estuvieses a punto de caerse.

El tufo que se respiraba era tanto que el juez ordenó abrir todas las ventanas disponibles y la puerta de entrada del tribunal. Los numerosos espectadores que estaban fuera, llegados de pueblos cercanos, empujándose entre ellos, entraron dentro llenando aún más la sala.

Don Fico, sentado sobre su pañuelo rojo con lunares blancos, se mecía en el banco, sin siquiera advertir el desagradable olor a el familiar e sin fastidiarse mínimamente por el horrible bochorno que llenaba la sala.

No obstante que, el gran nudo de la corbata doblado sobre sí mismo tres veces estaba mojado con el sudor de la frente, y las moscas, debido a la gran cantidad de perfume que se había echado le rondaban alrededor y los gruesos calcetines de lana, aunque cortos, estaban húmedos por el sudor que le caía de las piernas mojando también el interior de las botas negras limpias para la ocasión, no advertía el mas mínimo calor.

Era un hombre tranquilo, Don Fico.

El abogado defensor, Don Peppino, pequeño y gordo, con los gruesos tirantes de piel que le sostenían los pantalones de su traje marrón oscuro, había comunicado en una de sus charlas con el acusado la posibilidad de ser absuelto porque el crimen que en teoría había cometido se sostenía por pruebas a su favor.

¡Incontestable! Para un tribunal de un pequeño pueblo siciliano perdido entre los montes de la calurosa y bochornosa provincia de Messina.

Por otra parte, hay un tribunal que existe en todas las naciones invisibles a la Justicia, que actúa continuamente, más fuerte las leyes de los magistrados, y este tribunal es el de la opinión pública.

Sin embargo, ante las palabras tranquilizantes de Don Peppino, el abogado defensor, que como para todos los abogados su ocupación era vender la esperanza y nada más; Don Fico no entendía el porqué se encontraba allí y por qué tenía que ser juzgado y nada menos que procesado por las acciones lógicas y naturales que había cometido meses atrás.

Sin sentir el mínimo remordimiento por su acción, visto que había tenido que defender su honor y su honorabilidad de hombre, consideraba una estúpida pérdida de tiempo y de energía aquella insólita función.

Allí sentado, mirando al juez y a los espectadores presentes, pensaba en las ovejas que tenían que comer hierba, en las vacas abandonadas en el establo de ordeñar, a los cerdos que necesitaban de su ración de verdura diaria para crecer con un aspecto mejor y poder ganar cualquier sueldo de más cuando los hubieran vendido al mercado.

Sabía… y esto lo ponía un poco nervioso, que las provisiones de comida dejada para los pollos se había acabado, y que los tomate estaban ya maduros y se tenía que recogerlo antes de que se pusieran negros y cayeran al suelo; pero su nerviosismo, que se alternaba con pequeñas sonrisas forzadas, se debía al pensamiento del pez dejado secar al sol.

Las moscas, los mosquitos y todos los demás insectos que pululaban y rodeaban su casa habrían comido la mejor parte y a él no le habría quedado nada.

Sabía también..., un pensamiento al que no le daba mucha importancia, visto que era una práctica natural y legítima para un hombre digno de honor como era él, que, tras haber cortado con un golpe de hacha, como la que se utiliza para cortar los troncos de madera para calentarse en invierno, la cabeza a la mujer, porque al llegar a casa tras una larga jornada de duro trabajo en el campo se encontró frente a un escándalo, sabía… que esa acción le aportaría algunos problemas.

La mujer de Don Fico en su negligencia había cometido dos errores importantísimos: no solo se había olvidado de ordeñar las vacas, sino que había hecho público a todo el pueblo que era amante desde hacía un año del Conde Massetti. También él estaba casado y vivía en el mismo pueblo. Un rico heredero que desde pequeño era el dueño de aquellas tierras.

Siempre elegante y bien vestido, de modales educados, además de la pasión por los coches de época tenía también aquella por las mujeres. Pequeñas y gordas como era la mujer de Don Fico.

La condesa, esposa del conde Massetti, una campesina que tuvo la suerte de casarse con él quedándose embarazada tras haberle derramado un líquido especial en su té de la tarde. Presente en la sala, sentada en una esquina, con las botas de tacón alto y robusto, envuelta en un vestido rojo y con un gran sombrero de encaje blanco que le cubría la cabeza y le hacía sombra defendiéndola del sol, perfumada y empolvada, con collares y pulseras de oro y un gran medallón en el pecho con la fotografía del marido en el centro, con grito alarmante, tirándose de los pelos, arrancándose la ropa y llorando con un llanto ruidoso, sorprendió al marido desnudo en la cama con la mujer de Don Fico, en casa de estos. Poniendo con sus alaridos, alborotos y gritos al corriente del hecho a todos los pueblos de alrededor. Gritos que se oyeron en toda el tranquilo valle cubierta por el calor y  “omertá.”

Hizo acudir, además de dos gendarmes, a un asistente delegado, y el comisario de seguridad pública, también al sheriff del pueblo. Un hombre considerado serio e intransigente en sus obligaciones. Atento y vigilante de la seguridad pública, que como de costumbre, permanecía durante todo el día en su oficina tranquilamente sentado jugando a las cartas, protegido por el aire acondicionado que le permitía soportar su dura y penosa profesión.

Debido a que, dado los acontecimientos, incomodar para asistir a la condesa Doña Rosalinda había tomado nota en el lugar, del crimen cometido, pero, sobre todo, se había puesto al corriente del adulterio. Rodeados por todo el pueblo, que en un primer momento testimoniaba a favor de Doña Rosalinda.

Todo el vecindario, los amigos, los parientes, incluso los pueblos cercanos estaban al corriente de lo acontecido y de la gran desgracia.

Don Fico era reconocido públicamente un cornudo. No había nada que hacer. Su mujer se había ido a la cama con otro hombre. Lo sabían todos. Su mujer era considerada una puta.

También lo sabía Don Fico que volviendo de los campos delante de aquel desorden, sin pedir ningún tipo de explicación, pero entendiendo perfectamente que le habían herido el honor y su honorabilidad había sido manchada irremediablemente, como un hombre moderno, emancipado e inteligente en el resolver personalmente los problemas familiares, cuando se encontró delante de su esposa que lloraba, tomó el hacha que había dejado clavada en el tronco de un árbol y con un gesto decidido, de un solo golpe, le cortó la cabeza.

Tras haber encontrado la solución a su problema, antes de que se lo llevaran a la cárcel, acompañado de dos gendarmes fue a la casa del pueblo donde todos se reunían para contar satisfechos lo sucedido. No pocos de sus coetáneos le dieron la enhorabuena abrazándolo, dándole palmadas en la espalda, invitándolo a un vaso de vino y afirmando que había sido la única cosa que hacer y la única sabia decisión que tomar.

Tras haber leído el juez la sentencia, hizo levantarse al imputado y le dirigió como de costumbre las preguntas antes de cerrar definitivamente el caso.

-Entonces, honorable Don Fico, ¿ha entendido de qué ha sido acusado y por qué está aquí? Quiero decir... -marcando sus palabras-, ¿ha entendido finalmente el crimen que ha cometido?

-Excelencia-responde el imputado esbozando una sonrisa y perplejo por la pregunta- sinceramente no he entendido gran cosa.

-¡Don Fico! -gritó el juez enfurecido-¡usted está acusado de homicidio! ¡Homicidio entiéndete! A matado a su mujer y será condenado por ello.

-Excelencia -le responde Don Fico levantado los hombros -, si usted dice eso, me lo creo.

Sabe excelencia, yo soy un pobre y humilde campesino y de todos estos asuntos políticos y administrativos no sé gran cosa. Si usted dice que he matado a mi mujer, seguramente es la verdad, pero créame excelencia, no podía hacer otra cosa, estaba obligado por los hechos.

De nuevo una risa general. El canciller sacudiendo enérgicamente la campana intentaba establecer el orden y la calma.

-¡Silencio! ¡Silencio! o desalojo la sala.

El juez, serio y amenazante, quitándose las gafas y apoyándose con la espalda en el gran sillón de piel mojado de sudor, se dirige al imputado.

-¡Don Fico! -le dijo casi gritándole-. ¿Qué significa que no pudo hacer otra cosa?

-Significa que yo no tengo la culpa, excelencia. Era la única decisión que podía tomar. Hice lo que debía.

-¡Pero cómo que no tiene la culpa! Lo han visto todos que con un solo golpe de hacha ha cortado la cabeza a su mujer. Todo el pueblo está al corriente del homicidio cometido por usted. ¿Y usted qué hace ahora? ¿Quiere negarlo?

-No… no, excelencia, me he explicado mal.

Yo no niego nada, al contrario, es cierto lo que usted dice. He cortado con un golpe de hacha la cabeza de mi mujer. Pero déjeme explicarme, por favor…

-Explíquese, ¡explíquese entonces! Queremos escuchar lo que tiene que decir. Explíquese pues -gritó impaciente-

Sentándose de nuevo en el banco, remangándose los pantalones y dejando descubiertos los calcetines rojos y un trozo de la pierna peluda. Estirando los brazos y apoyándose con las manos en la rodilla, levantando ligeramente la cabeza, con una respiración profunda, comenzó serio y pensativo a contar.

-Ve, excelencia…, la culpa de todo lo sucedido no es mía, ni tampoco de mi mujer, es de la señora condesa. La mujer del conde Massetti, Doña Rosalinda. Es la condesa… que con todas sus lágrimas y gritos ha querido hacer un escándalo inútil delante de mi casa. Delante de todo el vecindario. Delante de mis amigos. Poniendo a todo el pueblo al corriente del hecho y a mí, un hombre de honor, en ridículo.

-Pero entonces…, entonces usted estaba al corriente de la relación entre su mujer y el Conde Massetti -le dijo el juez con la clara expresión en la cara de haber descubierto algo fantástico-. ¡Lo sabía todo!

-Exactamente, excelencia, es cierto. Yo lo sabía todo. Pero solo yo y nadie más. Ninguno podía decirme a la cara que era un cornudo y reírse de mí a mis espaldas. Le digo esto excelencia, porque yo soy un pobre y humilde campesino y vivo en el campo. El campo es duro, excelencia, muy duro. Trabajo toda la semana en el campo levantándome temprano por la mañana y cuando vuelvo a casa me espera la comida caliente y un poco de vino. Y aunque a veces mi mujer me esperaba en la cama disponible solo para mí, yo, después de haber comido, iba cansado a dormir para poderme levantar al día siguiente a las 4 de la madrugada. También los domingos. Este tipo de desgracia, cuando uno trabaja tanto y está tan ocupado con el tiempo, puede suceder a todos. Lo importante es que todo lo que pasa, quede en casa, entre las cuatro paredes. En familia. ¿Con qué derecho la condesa Doña Rosalinda que tenía todo y vivía en una gran casa, conocida y respetada por todo el pueblo, rica y elegante como siempre, con todo el tiempo libre que tenía a su disposición para ocuparse de tantas cosas divertidas y estúpidas en la vida, vino a mi casa? Excelencia, ¡a mi casa! ¡En mi casa! En la casa de un pobre campesino, con el  cual la señora condesa no había nunca querido hablar, ni ver, ni conocer, un campesino que trabajaba todo el día y lo único que le hubiese quedado al final de la vida hubiera sido solo el honor; a gritar en voz alta y a demostrarle a todo el pueblo que yo era un cornudo. Un cornudo, excelencia, ¿me entiende?

¿Qué habría pensado la gente de mí? ¿Con qué coraje hubiese podido salir de casa o ir a la casa del pueblo a jugar a las cartas con los amigos un domingo por la tarde? ¿Sabe cuántas cosas habrían dicho a mis espaldas? Era un cornudo, excelencia. ¡Un cornudo! ¿Me entiende? Ve, excelencia, para la condesa aquel escándalo era de poca importancia, una broma. Estas cosas suceden y se pueden entender. Ella lo sabía muy bien, que años antes de haberse casado, metía en su casa, cuando el conde viajaba por trabajo, a los chavales de 20 años para que la satisficieran. Ella lo sabía muy bien porque estaba habituada a estas cosas. Después unos pocos días habría hecho de nuevo la paz con el marido y ninguno hubiera sabido nada.

Por lo demás, excelencia, mi mujer era solo una pobre, humilde y estúpida campesina. No había que preocuparse por nada por parte de la condesa. Pero ella, la condesa, ha querido montar todo aquel alboroto inútil. Todo aquel rumor y gritos sin sentido. Sin pensar en mí… el marido. Yo también soy un hombre, excelencia. ¿Qué podría hacer si la condesa me quitaba la única cosa que tenía y que defendía en la vida? Mi honor. Tenía que hacer algo…, debía salvar el honor.

Un aplauso se produce en la sala. Todos los campesinos allí presentes con sus respectivas mujeres afirmaban con la cabeza todo lo que Don Fico decía.

-Ve, excelencia -retoma Don Fico con un tono de voz más bajo y profundo―. Si la condesa hubiera venido a hablar conmigo, yo lo hubiera entendido. Le hubiera propuesto de dejar ir, le habría dicho que las cosas pasan, de no pensarlo más, y no hubiera matado a mi mujer. Nos hubiésemos hechos quizá más amigos, incluso…, teniendo un secreto importante y en común para compartir, nos hubiéramos seguramente convertido en parientes, buenos vecinos, y quién lo sabe, si hubiese nacido algo divertido entre nosotros cuatro. Quiero decir…, íntimamente hablando. Pero, excelencia, todo aquel alboroto, todo aquel griterío, para nada. Las mujeres, excelencia, no hay quien las entienda…

Y con estas últimas palabras, Don Fico se secó la frente mojada por el sudor con el pañuelo, dando por acabado su discurso.

-Entonces, ¿esta es su visión de los hechos, Don Fico? ―le preguntó el juez, quien lo había escuchado con mucha atención― ¿Esta es la tesis que usted sostiene?

-No, no, excelencia, no me he explicado bien. Yo no tengo ninguna visión de los hechos, no tengo ninguna tesis. Soy un hombre simple y modesto y le he dicho solo lo que me han obligado a hacer.

-¿Cómo se considera usted? ¿Inocente o culpable? -le preguntó el juez.

―Inocente excelencia,  inocente sin duda.

El juez… también siciliano de origen, nacido y vivido en aquel lugar, residente en un pueblecito perdido entre los montes de la calurosa provincia de Messina, conocido por todos por su justicia e imparcialidad de sus sentencias. Comprensivo y justo con las personas débiles, pero intolerante e implacable con los brutos y prepotentes. El juez… considerado por todos un hombre sabio y justo, tras haber escuchado con atención la declaración de Don Fico, sentencia en voz alta la pena de 5 años de cárcel.

Entre un estruendo colectivo y rumorosos aplausos, el proceso termina y la multitud satisfecha por la pena, tras congratular a Don Fico, sale lentamente de la sala.

Por las miradas de los campesinos se entendía que consideraban más que justa la pena que el juez le había dado a Don Fico por el horrible homicidio cometido. Cinco años, que con buena conducta y la resolución del caso podría pasar a tres, y quizá hasta a dos.

Pero ya se sabe, esta es la Justicia.

Y si la Justicia es igual para todos los hombres, no todos los hombres son iguales delante de la Justicia.

Significa entonces que el modo de ver, de entender, de vivir y de interpretar las cosas representa un océano desconocido para cada hombre. Y es por esto, que no puede existir una sola Justicia… justa.

Y el alma pregunta.

 

 

 

 

sábado, 5 de julio de 2014

La frontera

Me he despertado hace poco y como de costumbre, lo primero que hago cuando me levanto es abrir la ventana para renovar la energía. El aire, que entra fresco y limpio, me da un cierto alivio. Me gusta sentirlo cuando me acaricia el cuerpo.

Estoy solo en casa. Vivo así desde hace mucho tiempo. Muchas personas lo consideran triste, mientras yo adoro la soledad. Me ayuda a pensar, sobre todo por la mañana.

Cuando me levanto, prefiero sentir solo el susurro de mi respiración y de mis pensamientos que corren rápidos.

Un susurro que me acompaña durante todo el día hasta que cae la noche.

Me resulta difícil pensar, como muchos afirman, que sea así de simple vivir solo el “hoy”. No soporto a los que buscan ostentar esta irreal capacidad de disfrutar solo el presente sin detenerse a pensar lo que han sido o lo que deberá venir. Es imposible, al menos para mí, no pensar, no girar los pensamientos observando el camino recorrido.

Una vida vivida. Me sale natural hacerlo.

A menudo, ese camino, es tan largo que llega a rodearme, a veces a superarme, y no puedo hacer otra cosa que volver a meter mis pies sobre mis pasos. Pasos hechos de recuerdos. Algunos agradables, otros dolorosos. En todo caso, forman parte de mí y de lo que he llegado a ser. Han contribuido a mi construcción como hombre.

Por otra parte si la materia es la forma del pensamiento, el pensamiento es el alma de la vida. Es lo que uno piensa que marca la diferencia entre un hombre y otro. Lo que vive y lo que llevamos dentro de nosotros, como nuestros pensamientos, son en definitiva las sombras de nuestras acciones.

 

Hace algunos años, antes de llegar a ser un abogado famoso y reconocido, pensaba que nunca sería uno de los que se toman el trabajo como un deber, sino como un placer. No me quería transformar en uno de aquellos hombres que trabajan duro para poder vivir en un nivel superior a la media.

Esperaba, por el contrario, poder vivir cada día de modo distinto al que lo precedía dando un sabor especial a lo que hacía. Pero, lamentablemente, con el tiempo he comprendido que el sol sale de una sola forma y cuando cae la noche, lo sustituye la luna. Las estrellas en el cielo están desde siempre y la lluvia cae inevitablemente hacia abajo.  Así que, si todo es igual y del mismo modo, y no cambia con el tiempo, quiere decir que la felicidad está en el darse cuenta de los nuevos matices de lo que hacemos. De hecho, buena parte de la felicidad está en las distracciones de nosotros mismos. En no tomarnos demasiado en serio.

Solo así, un día puede ser diferente del otro, aun que, por un sentido de libertad, escapo siempre de las personas que hacen de la costumbre una virtud.

¡La vida es eso! Y hay que vivir cada instante. Sin pausa, los años se van directos a un futuro desconocido, incierto… Probable. Y la vida que se presenta a nuestros ojos envejece… Olvidada y observada demasiado rápidamente para ser entendida, saboreada, vivida. Somos pasajeros dentro el compartimento de un tren que corre rápido para llegar a su destino…. Pero ¿qué destino? Estamos allí, sentados en un rincón y aspiramos a llegar para tener más, para alcanzar una meta, para ser algo o alguien. ¡Y eso! ¿Es lo que nos propusimos? ¿Es lo que nos han aconsejado o quizá enseñado cuando decidimos subir al tren?

Quién lo sabe… Cada uno de nosotros lleva dentro de sí mismo sus respuestas. Y hacemos así, de nuestra vida, el pasar de un tren a otro, saltando al interior lo más velozmente posible. Y una vez sentados en el sitio que nos viene asignado, nos agarramos con fuerza a lo que es más fácil y evidente, para comenzar nuestro largo viaje. Un viaje que creemos, o al menos tenemos la ilusión, que nos hará feliz. Que nos llevará a todo lo que aspiramos. Y en este nuestro hacer, saltar, correr, agarrarse con fuerza a cada oportunidad, nos olvidamos de ver el paisaje que nos rodea. Aquel paisaje que silenciosamente se mueve a nuestro alrededor. Los pequeños mensajes o advertencias que nos llegan de quién sabe dónde, forman parte, “como un protagonista de una ópera teatral”, de una energía superior. Pero nosotros los ignoramos porque no llegamos a explicarnos la existencia de dicha energía. Y ese paisaje, que si observásemos con atención enriquecería no solo nuestra vida, sino también a nosotros mismos, queda escondido a nuestros ojos.

Y así haciendo… Corriendo y saltando de un tren a otro reducimos la vida a pocos hechos concretos que al final de los juegos, en definitiva, si queremos ser honestos con nosotros mismos hasta el final, no nos satisfacen.

Y no nos satisfacen porque no hemos llegado a vivir el trayecto que nos ha llevado a estos. Llegamos a la cima de la montaña y no llegamos a ver nada del trayecto recorrido. No nos contentamos con el presente. Anticipamos el futuro porque tarda en llegar, como para acelerarse la llegada.

Recordamos el pasado para pararlo y sustituirlo con un presente que nos obliga a vivir y a actuar. Y así haciendo… Nos perdemos en un tiempo que no nos pertenece, sin pensar en lo que es nuestro, y en lo que tenemos delante de nosotros. Porque estamos demasiado ocupados en correr detrás de nada. Y no es nada porque no existe.

Todo lo que debe llegar no existe.

Hemos tenido mucha prisa por subir sobre un tren o en cambiar de tren. ¡Sí! Quizá esta sea la definición justa, hemos tenido mucha prisa en cambiar de tren. Por miedo a sufrir, a equivocarnos, a lo desconocido, no hemos dado la posibilidad al tiempo de componer el diseño que estaba destinado para nosotros. Un tiempo que no habla, que no advierte, pero que en su paso silencioso nos comunica lo que nuestra alma necesita para sentirse viva, lo que nuestro corazón necesita para latir y transmitir alegría. Un tiempo que no es otro que el espacio entre la esperanza de un futuro y la añoranza de un pasado. Y ese espacio no vivido se llama vida. Pero hay quien prefiere pasar el tiempo en vez de usarlo.

 

Me gusta ir a la oficina andando. Tomo siempre un camino distinto y, a veces, antes de llegar a destinación, me pierdo entre las callejuelas del centro. Caminando entre esas piedras sueltas, me hundo en mis pasos y voy a la búsqueda dentro de mí, de las sensaciones más amadas y vividas con gran pasión, que me transportan atrás en el tiempo. Pero nada se repite. Al menos no de la misma forma. Ni siquiera una sensación vivida. Aunque se haya buscado mil veces, llegará siempre de forma distinta.

Observo con curiosidad a la gente que a esa hora de la mañana pasa cerca de mí, convencido de que cada uno de ellos esconda un secreto, un dolor, un placer, el inicio o el final de un amor, de una pasión, de una tragedia.

Dividir ciertas circunstancias, aunque sea solo con la presencia, me hace sentir insignificante. Una mínima partícula que no es del todo esencial. Diría marginaría.

A veces, no ser nada me hace sentir bien. Me quita la responsabilidad hacia cualquiera, pero sobre todo, conmigo mismo. De un cualquier deber moral, que la consciencia me reclama cuando me quedo solo conmigo mismo.

Observando a la gente pienso que si ellos no hacen nada para existir, ¿por qué tengo que hacerlo yo?

Lo peor es tomar conciencia y notar de no ser tanto indispensable. Darse cuenta que vivir solo por uno mismo, “aunque una sana dosis de egoísmo es buena”, es poca cosa. De todas formas, quien no se ama y no se aprecia en la justa medida, quien no sabe regalarse las cosas buenas de la vida, no tiene nada que regalar, nada que ofrecer, nada que dar, porque su esencia está vacía.

¿Cómo se puede ofrecer algo que no se tiene?

 

Hoy hace algo de viento. El aire es fresco y leve, parece que alguien lo envía soplando. Cuando paso el viejo puente de piedra para atravesar el río, a menudo pienso en ella. Mi ella. No puedo dejar de recordar aunque ha pasado ya mucho tiempo. Los recuerdos mantienen unido lo que el destino ha dividido. Y quien no acepta el propio destino, arriesga un destino peor. Y no existe una separación definitiva mientras el recuerdo la mantiene viva. Es en el recuerdo donde las palabras toman su sitio y ganan o a veces pierden su valor.

Por otra parte, la riqueza de la vida de un hombre se compone de lo que él está en grado de recordar. De lo contrario, sería como atravesar el mar, sin siquiera sentir la sensación del agua.

 

Ella era el centro, el río, el camino; yo, un simple componente. El instante de un día.

 

Nunca hubiera pensado que podría alejarme de mí mismo y dejar espacio para otro aliento. Para mí no es suficiente la ración que a cada uno de nosotros le viene asignada en el diseño de nuestras vidas.

Pero, dar todo lo que he dado no ha sido suficiente para ser feliz. Quizá por mi culpa. Quizá por su culpa. Quizá…, no había ninguna culpa, y las cosas debían ser así.

Qué extraña es la sensación que se tiene al leer dentro de nosotros la historia de nuestras vidas. Comprender por qué inició y por qué terminó. O cuando inició y cuando finí.

Para mí ha sido traumático quitarme el traje del protagonista y ponerme el del personaje secundario. Era como haber jugado en primera división y, de golpe, sentarme en el banquillo. Y yo, que siempre he pensado ser uno de aquello que hubiera dejado huella. Nacido para hacer algo grande… Y por el contrario, no.

Las mías eran las ilusiones y también los sueños que se entregan a todos los que son jóvenes. La cuenta llega después, con el paso de tiempo.

Me pregunto a menudo si después de la muerte hay de verdad otra vida y si tendré la posibilidad de encontrarla de nuevo.  Y si el amor no es solo el encuentro entre dos cuerpos, sino también la unión de dos almas, hay muchas posibilidades de que esto suceda. Por otra parte, la muerte en sí no constituye nada. Es solo una pausa. Desde el momento en el que el placer y el dolor forman parte del sentir, la muerte no es otra cosa que la ausencia de estos. Nada más. Por otra parte, el amor sin alma es la más carnal de las ilusiones. No podemos hacer nuestra la materia, y el cuerpo que es solo materia pasa y se transforma en el mismo momento en el que ha sido vivido y la sensación inicial desaparece y se transforma en una repetición de lo mismo. Una poesía aprendida de memoria.

Para amar tenemos que asistir al encuentro de nuestra alma con el alma del otro, y dicho encuentro permanece íntimamente atado al destino.

Y cuando un hombre y una mujer se encuentran, y sus miradas se cruzan, el pasado y el futuro pierden importancia.

En ese momento, existe solo la certeza de que lo que ha estado escrito en sus corazones de la mano del destino, es la misma mano, es el mismo destino, que ha hecho en modo para que se encontraran.

Amar sin alma es como vivir sin respirar.

He pensado siempre que un gran amor es como un paréntesis entre el antes y el después; el resto es un misterio.

Si aquella famosa mañana no hubiese llegado tarde a mi cita de trabajo, las cosas hubieran sido de otro modo. Pero el destino había proyectado ya su diseño.

En aquella época, vivía en el centro de Roma, en un pequeño apartamento con la terraza llena de claveles rojos, desde la que se podía ver las callejuelas del Trastevere.

Vi aquella maravillosa criatura atravesar el puente como un ángel sobre una nube que atraviesa el cielo. Guapa hasta perder el aliento, de hecho, me bloqué de golpe.

Creo que me enamoré la primera vez que la vi, incluso antes de hablarle.

Ella existía para ser mía y de ningún otro. Al verla, sentí tal emoción que no recordaba haber sentido antes ni después de su encuentro nada parecido.

Aquella criatura era de una belleza insólitamente angelical. Tenía dentro de sí la alegría, la vida, el deleite. El mundo entero vivía dentro de su corazón. Me acerqué tímidamente hacia ella, caminando lo más normal posible, ralentizando el ritmo para tener más tiempo a mi disposición para observarla. El corazón se me salía del pecho.

Llevaba puesto una camiseta de color crema, de seda, con botones semi abiertos desde los que dejaba ver los senos que parecían esculpidos por un artista. Las piernas se le deslizaban sin pudor desde la falda de encaje negro estrecha y larga hasta las rodillas. Los cabellos, azul oscuro como el petróleo, los llevaba recogidos con una pinza y los ojos de un color verde esmeralda brillaban vivos bajo las gafitas cuadradas. Los labios, pintados con un rosa natural, eran carnosos y suaves. Fascinaba a todo el que pasaba por su lado. Me miró y sonrió. Yo quedé encantado por aquella luz que me conquistó en ese mismo momento.

Me acerqué aún más a ella y dije sin esfuerzo, frases y palabras desconocidas para mí. Quizá ridículas, dadas las circunstancias, pero era lo que sentía en aquel momento.

 

“Ningún hombre te amará nunca como te amaré yo, porque para amar así, un hombre debe perder su alma y ningún hombre está dispuesto a perder su alma por una mujer o por amor”.

 

Rio divertida dándome las gracias por tan bellas palabras, sorprendida por mi audacia. Tomamos un café junto, para después cenar a la luz de las velas, y terminar haciendo el amor en mí casa. Todo era suave y dulce en su modo de ser, de moverse, de dejarse llevar, de abandonarse.

Hicimos el amor durante toda la noche y a la mañana siguiente, cuando se fue, quedó su perfume sobre mi piel durante todo el día. Ni siquiera me duché para no perder el olor que de ella quedó impregnado en mí. Empezó así nuestra historia de amor, hecha de momentos de gran pasión, pero, desgraciadamente, también de grandes dolores. Un dolor que yo ignoraba absolutamente. Pero ya se sabe, nunca sabemos qué se esconde tras la otra parte de la moneda. Y la otra parte, tarde o temprano, llega, ya que existe desde el principio.

La vida nos pone a prueba, no conozco el motivo por el que lo hace, quizá las dificultades llegan solo a las personas que pueden superarlas por un justo equilibrio de las cosas o llegan para interrumpir sin motivos la felicidad que en ese momento estamos sintiendo. Casi queriéndonos llevar de nuevo a una dura realidad. A una realidad que nos hará comprender el sentido de la vida. El problema es cuando se llega a no vivir más por uno mismo, sino por otro. Aunque a veces sea una placentera y estimulante sensación, nos encontramos en un precario equilibrio. Sobre una cuerda que une por decirlo de un modo sutil, el corazón con la mente. Nosotros estamos allí, en el medio, y debemos decidir hacia donde ir para no caer por el precipicio. Tenemos miedo, es una decisión difícil, pero por fuerza estamos obligados a tomarla.

Por otra parte, el error más grande de la vida es tener miedo a hacer las cosas. Y nos quedamos inmóviles, sobre  aquella cuerda, sufriendo las consecuencias de nuestra inmovilidad. Pero una cosa es demostrarnos a nosotros mismos uno de nuestros errores y otra cosa es reconocer la verdad de aquel error.

Yo me encontraba en equilibrio sobre aquella cuerda, suspendida en el vacío. Nunca me hubiera imaginado vivir un amor de aquella manera. Insalubre, antinatural, enfermo.  Quizá ella formaba parte de “aquel modo” poco natural de amar.

Vivía la vida como una actriz que recita su papel sobre el escenario. Su visión del mundo contrastaba con su esencia. Pero ella no conocía su esencia. Nunca había tenido la necesidad de explorar su alma y preguntarle qué necesitaba para ser feliz. Se basaba en lo que veía o, quizá, en lo que podía entender. Este era el error que no la dejaba ver las diferencias. Donde buscaba respuestas y verdades solo encontraba mentiras y engaños.

Venía de un pasado pobre y oscuro, de un pequeño pueblo húngaro perdido entre las montañas, y quería pasar a un futuro rosa y brillante sin vivir nada de lo que el presente le ofrecía. Por desgracia yo formaba parte de aquel presente. Hubiese querido defenderla de un mundo que me la quería quitar; pero ella me lo impidió.

Comencé una lucha que no solo no podía ganar, sino que además me llevó a la ruina. Caminé por un terreno árido, difícil, fangoso. Me ensucié, me caí, me volví a levantar y continué el camino, creyendo que era posible superar y dejar detrás de mí el trayecto recorrido sin saber que haciéndolo así, me acercaría a otro mucho más difícil de superar. Aprendí que no existe ni felicidad ni dolor absoluto, pero que todo nos llega por algo. Existe un dolor que atormenta y otro que madura, uno que destruye y otro que nos avisa a tiempo de lo que debemos hacer o de lo que nos espera si continuamos adelante por este mismo camino.

El dolor es un gran maestro. Bajo su enseñanza se desarrolla y madura el alma. Pero ningún hombre puede vivir el sufrimiento o soportar el dolor si no consiguiese atribuirle un sentido. Un sentido que me deleitaba. Pero no había entendido que a veces el deleite es un dolor con una máscara.

Formaba parte de una secta satánica. Una especie de cofradía diabólica. Los ritos en los que ella participaba para buscar respuestas a sus preguntas eran dirigidos por hombre sin escrúpulos y sin piedad. Se reunían tres veces a la semana en lugares abandonados. Viejos edificios en destrucción o caseríos perdidos en el medio de la campiña romana.  Se vestían de rojo o de negro, según el ritual.

Cualquiera nuevo que llegaba, drogado por las palabras de alguno de ellos y ambicioso en el querer llegar a ser importante, estaba dispuesto a pagar cifras considerables para formar parte del grupo.

Recuerdo que una tarde en mi casa, se desahogó entre lágrimas, contándome los detalles y lo que le obligaron a hacer para entrar en esa secta maléfica.

Para salir de la miseria de su vida y escapar de un mundo que no le ofrecía nada tenía que vender su cuerpo e inevitablemente, parte de su alma. Hasta no reconocerse.

Se presentó delante de los distintos miembros en un viejo caserón abandonado, cercano a las 7 colinas. Los allí presentes en la ceremonia, hombres y mujeres, llevaban como era por costumbre una máscara que les cubría la cara y una túnica con una capucha abierta por delante. La hicieron desnudarse en medio de una sala oscura, meramente a la luz de unas pocas velas puestas en el suelo. Podían verla y tocarla sin que ella llegara a entender qué sucedía. Le vendaron los ojos y la hicieron tumbarse en una cama, cubriéndole el cuerpo con pétalos de rosa.

La obligaron a fumar una gran pipa con opiáceos que mezclados entre ellos tenían el poder de hacerle perder la voluntad, transformándola en una mujer sin capacidad de reacción. Cuando su voluntad fue manipulada por aquellas drogas, abusaron de ella.  Había llegado demasiado lejos como para poder pedir ayuda. Había llegado demasiado lejos para poder olvidar. Nadie podía ayudarla o sacarla de aquel ambiente.  Si hubiese hablado con alguien, su familia hubiese pagado las consecuencias.

Su corazón se llenó de odio. No había sitio para mí en su vida. No había sitio para el amor que yo quería darle.

También yo, sin distinción ni diferencia alguna, formaba parte del mundo que ella quería destruir. Lo quería destruir porque había comenzado a amarlo. No había, sin embargo, entendido que yo y “aquel mundo”, representábamos su salvamento.

Aunque fui amenazado, chantajeado, ofendido por algunos de los miembros de aquella secta diabólica, no estaba dispuesto a escapar, a irme, a perderla. No quería perderla. Y a pesar de todo lo que tuve que afrontar no consiguieron impresionarme. A mí no, a ella sí. Se escapó lejos dejándome solo. No podía continuar aquella lucha sin tenerla a mi lado. No existía ninguna razón para amar si ella no quería ser amada.

Sin embargo, amar significa estar, significa emerger de un mundo hecho de sueños y fantasías, cara a cara, piel contra piel, respiración contra respiración; esculpir un amor con devoción. Amar significa quedarse, quedarse allí cuando cada célula del cuerpo y cada parte del ser te dice: -¡Escapa! ¡Vete!-.

Pero en verdad, solo ahora que ha pasado mucho tiempo, comprendo el porqué decidí no luchar más.

En aquella experiencia de vida entendí que el componente más importante del amor es la admiración por el otro. No se puede amar a la persona que tenemos al lado si no se la admira. Y no podemos admirarla si no la sentimos única, especial, diferente de todo lo que conocemos y hemos conocido.

La admiración es un componente muy importante sin el cual nunca nacería el amor. Y tampoco podría durar, porque no habría fundamentos para crecer. Si el amor se basa en el sentir, en la pasión, en la devoción, en el compromiso, en  la fidelidad… ¿Dónde se apoyan estos sentimientos si no es sobre la admiración que se tiene por el otro? ¿Cómo podemos superar los obstáculos, los problemas, las dificultades que la vida nos presenta si no admiramos a la persona que tenemos al lado?

Y así pensando llegué a una triste verdad. En la vida de cada hombre hay dos biografías.

La primera es una lista de amores y de encuentros vividos con pasión, fáciles de contar.  La segunda es una lista de mujeres que hemos querido tener, pero que por una serie de circunstancias han desaparecido. Un biografía incompleta con sueños no realizados. Existe también una tercera biografía dentro de cada hombre, que la mayoría de las veces ignora o no quiere recordar, pero que adquiere más importancia con el paso del tiempo.

 

“Nos gustábamos, nos queríamos, nos deseábamos, nos admirábamos, pero aun así, todo se perdió. No podíamos continuar por aquel camino juntos ya que por una irónica jugada de la vida nos encontrábamos en el lado opuesto de la frontera”.

 

Ella no quería aceptar el amor que sentía por mí. Tenía miedo y este fue su error. El mío, por el contrario, fue pensar que el bien siempre vence al mal y que el amor puede con todo. Pero a veces no es así.

Para vencer cualquier batalla, superar cualquier obstáculo, se necesita que la voluntad del otro lo quiera con todas sus fuerzas como lo queremos nosotros. De lo contrario, todos los esfuerzos que hagamos, dolores que probemos, lágrimas que derramemos, serán inútiles.

 

Abro el portón de madera del viejo edificio de piedra, subo los 50 escalones que me separan de mi oficina y me siento ya cansado antes de empezar un nuevo día. Me mezo sobre la silla empujándola con fuerza hacia la ventana. Desde el tercer piso de mi oficina veo el puente. Cada vez que lo observo, busco esperanzado dentro de mí la sensación que tuve cuando la encontré aquel día.

Pero nada se repite de la misma manera, ni siquiera una sensación.

Antes de encontrar a aquella mujer pasaba el tiempo interrogándome, analizándome, intentando conocerme y entender quién era.

Después de ella, durante dos largos años, todo se confundió y todo pasó en mi vida como un ciclón. La destruyó y se fue dejándome solo.

Viví aquel tiempo ignorando cada instante sin preocuparme de cómo llegaría al siguiente.

Ahora, sentado en esta silla, protegido en mi oficina, observando el puente y pensando en ella, me pregunto el significado de vivir sin sentir, de tener sin poseer, de desear sin poder amar, y me respondo siempre de la misma forma como cuando salía con ella.

 

-No es suficiente amar si no se tiene el coraje de amar de verdad, de un modo tal, que ningún ladrón pueda robarlo, y ninguna ley humana o divina pueda hacer nada contra este gran amor-.

 

Pero este gran amor solo lo hubiéramos podido encontrar en aquel paisaje que nos rodeaba cuando estábamos sentados en el compartimento de aquel tren.

Pero nosotros no llegamos a verlo ni a entenderlo, ocupados como estábamos en llegar a la cima.

¿A la cima de qué?

Y el alma pregunta.