Dicho
escrito resplandecía sobre una placa de bronce a la entrada del gran salón
barroco.
A
las 17.00 horas de una calurosísima y bochornosa tarde de julio venia
introducido en la miserable celda del tribunal a un hombre vestido de forma
perfecta e impecable. El honorable Don Fico. Se le atribuía el grado de
honorable por su modo tan elegante de vestir.
Chaqueta
y pantalón azul oscuro con raya beis; camisa celeste, con cuello a la francesa
más alto de lo habitual; corbata blanca con rayas rosas; botas negras limpias y
brillantes con los cordones y tacones blancos como la corbata.
Peinado
con los pelos hacia detrás, barbas y bigote cuidados y lisos, cubiertos de una
gelatina aceitosa y brillante. Perfumado como una flor en primavera. Antes de
sentarse en el viejo y desquiciado taburete de madera, sacó del bolsillo
posterior de sus pantalones un pañuelo rojo fuego con lunares blancos que hacía
juego con los calcetines cortos del mismo color. Lo extendió cuidadosamente
sobre el banco de madera girando las puntas del pañuelo hacia abajo para no
mancharse los pantalones y con una calma sorprendente, se sentó encima.
Sonreía
feliz, girando la cabeza de derecha a izquierda a todos sus amigos campesinos
que llenaban la corte y la sala del tribunal, acudidos también desde pueblos
cercanos para asistir como espectadores curiosos, algunos como testimonios, al
gran evento.
El
pequeño pueblo en el que había nacido Don Fico, perdido entre los montes de la
provincia de Messina, en la región de Sicilia, estaba decorado y alfombrado con
carteles que anunciaban que a las 17.00 horas de aquella calurosa tarde de
julio tendría lugar a puerta cerrada en el tribunal central la declaración
explícita de Don Fico.
Toda
la población campesina de los alrededores fue a presenciar aquella solemne
función. Un olor denso, a agrio, estiércol, sudor, queso de cabra, se levantaba
sobre aquella muchedumbre como una nube.
Un
tufo insoportable llenaba el poco aire disponible que entraba por una ventana
abierta.
Aquellos
espectadores ordinarios, entre los que se encontraban amigos y parientes del
imputado, feos y toscos en su modo de ser, y de expresarse, con ese aspecto de
paletos y con esa manera de hacer tan primitiva, no conocían más en la vida que
el duro trabajo del campo, el ordeñar las vacas, criar el ganado y dar de comer
a los pollos y a los cerdos.
El
imputado, el honorable y famoso Don Fico, conocido en todo el pueblo, elegante
y excéntrico, saludaba alzando la mano derecha, sonriente, satisfecho y
complacido por tanta afluencia.
Reconocía
entre la multitud maloliente a muchos de sus parientes vestidos celestialmente,
como de costumbre hacían los domingos por la mañana para ir a la iglesia.
Estaba
también entre ellos el que había hecho la excepción a la regla, dándose un baño
de agua caliente y jabón. Ritual reservado exclusivamente al domingo.
Tras
tantos meses de reclusión, a la espera del proceso, aquel día caluroso y
bochornoso representaba para Don Fico y los espectadores como una gran fiesta.
Tras
las primeras formalidades burocráticas y la presentación del caso por parte de
la acusación y de la defensa, el juez, un hombre encorvado y amenazador, con la
mirada seria y una expresión dura en el rostro decorada en parte por las gafas
de medialuna que tenía apoyadas en la punta de la nariz y por los pocos pelos
que le entraban desde detrás hasta el cuello de la camisa. Con una gran corbata
negra, mojada por el sudor que le descendía de la frente atravesándole la cara,
tras sentarse y controlar si en la jarra de agua delante de él habría la justa
cantidad de limón y hielo, invitó al imputado a levantarse, para realizarle las
preguntas del caso.
-Imputado,
¡levántese! por favor -dirigiéndose a don Elegante-. Dígame, buen hombre… ¿cómo
se llama?
-¿Dite
a me excelencia? -le pregunta Don Fico señalándose con el dedo-.
-¡Claro
que digo a usted! -responde sorprendido el juez-. ¿A quién entonces?
-Don
Fico, excelencia. Me llamo Don Fico.
-Bien,
bien… señor Don Fico ¿Cuántos años tiene?
-No
lo sé, excelencia.
-¿Pero
cómo que no lo sabe? -le pregunta el juez acercándose con el cuerpo y
levantándose un poco con los brazos sobre la gran mesa que casi lo escondía-
¿No sabe su edad? ¿Cuándo nació?
Alargando
los brazos y levantando las espaldas, abriendo de par en par los ojos con una
expresión entre el estupor y la imbecilidad, mirando a su alrededor y buscando
la aprobación de los espectadores presentes, a Don Fico le parecía absurdo
responder a una pregunta como esa.
-Soy
un campesino, excelencia. Paso la mayor parte del tiempo trabajando en el
campo. Cuando no trabajo, como; cuando no como, duermo y cuando no duermo,
trabajo. No tengo tiempo para pensar a cuántos años tengo. Y si quiere saber la
verdad, excelencia, no sé tampoco qué día es hoy y en qué año estamos.
Ante
aquella respuesta toda la muchedumbre ignorante que estaba allí presente se
echó a reír. Cuchicheando entre ellos aprobaban la evidente verdad que acaba de
decir Don Fico.
Con
una mirada entre el espanto y la incredulidad, el juez comenzó a mirar entre
las hojas esparcidas por la mesa delante de él.
-Por
lo que puedo leer, señor…Don Fico, usted tiene 50 años desde hace dos meses.
¿Es así?
-Si
lo dice usted, excelencia, me lo creo.
La
multitud, otra vez, se echó a reír de
modo rumoroso y grosero, silenciados seguidamente por el enérgico sonido de la
campana del canciller que fastidiado de tanto ruido se levantó irritado.
También él… el canciller, se había vestido de todo punto. Una corbata verde con
lunares rojos resaltaba sobre el traje negro con rayitas blancas, y las botas
marrones con la hebilla dorada hacían juego con la camisa beis. Serio y atento
en su trabajo, movía enérgicamente con la mano derecha una pesada asa de madera
de una gran campana de bronce. El péndulo sacudido con fuerza de derecha a
izquierda contra las paredes de la campana emitía un sonido infernal.
-¡Silencio!
¡Silencio! guardad silencio -gritaba con la cara roja por el esfuerzo,
acompañando los movimientos de la campana en sintonía con los movimientos del
brazo-. Guardad silencio o desalojo la sala.
Tras
establecerse el orden y el silencio, el juez cogió un folio y comenzó a leer el
acto de acusación.
El
olor a cabra y oveja de los campesinos rendía el poco aire disponible,
irrespirable.
Meneada
solo de dos grandes ventiladores con las aspas de madera, que en cada vuelta
silbaban chirriando como si estuvieses a punto de caerse.
El
tufo que se respiraba era tanto que el juez ordenó abrir todas las ventanas
disponibles y la puerta de entrada del tribunal. Los numerosos espectadores que
estaban fuera, llegados de pueblos cercanos, empujándose entre ellos, entraron
dentro llenando aún más la sala.
Don
Fico, sentado sobre su pañuelo rojo con lunares blancos, se mecía en el banco,
sin siquiera advertir el desagradable olor a el familiar e sin fastidiarse
mínimamente por el horrible bochorno que llenaba la sala.
No
obstante que, el gran nudo de la corbata doblado sobre sí mismo tres veces
estaba mojado con el sudor de la frente, y las moscas, debido a la gran
cantidad de perfume que se había echado le rondaban alrededor y los gruesos calcetines
de lana, aunque cortos, estaban húmedos por el sudor que le caía de las piernas
mojando también el interior de las botas negras limpias para la ocasión, no
advertía el mas mínimo calor.
Era
un hombre tranquilo, Don Fico.
El
abogado defensor, Don Peppino, pequeño y gordo, con los gruesos tirantes de
piel que le sostenían los pantalones de su traje marrón oscuro, había
comunicado en una de sus charlas con el acusado la posibilidad de ser absuelto
porque el crimen que en teoría había cometido se sostenía por pruebas a su
favor.
¡Incontestable!
Para un tribunal de un pequeño pueblo siciliano perdido entre los montes de la
calurosa y bochornosa provincia de Messina.
Por
otra parte, hay un tribunal que existe en todas las naciones invisibles a la
Justicia, que actúa continuamente, más fuerte las leyes de los magistrados, y
este tribunal es el de la opinión pública.
Sin
embargo, ante las palabras tranquilizantes de Don Peppino, el abogado defensor,
que como para todos los abogados su ocupación era vender la esperanza y nada
más; Don Fico no entendía el porqué se encontraba allí y por qué tenía que ser
juzgado y nada menos que procesado por las acciones lógicas y naturales que
había cometido meses atrás.
Sin
sentir el mínimo remordimiento por su acción, visto que había tenido que
defender su honor y su honorabilidad de hombre, consideraba una estúpida
pérdida de tiempo y de energía aquella insólita función.
Allí
sentado, mirando al juez y a los espectadores presentes, pensaba en las ovejas
que tenían que comer hierba, en las vacas abandonadas en el establo de ordeñar,
a los cerdos que necesitaban de su ración de verdura diaria para crecer con un
aspecto mejor y poder ganar cualquier sueldo de más cuando los hubieran vendido
al mercado.
Sabía…
y esto lo ponía un poco nervioso, que las provisiones de comida dejada para los
pollos se había acabado, y que los tomate estaban ya maduros y se tenía que
recogerlo antes de que se pusieran negros y cayeran al suelo; pero su nerviosismo,
que se alternaba con pequeñas sonrisas forzadas, se debía al pensamiento del
pez dejado secar al sol.
Las
moscas, los mosquitos y todos los demás insectos que pululaban y rodeaban su
casa habrían comido la mejor parte y a él no le habría quedado nada.
Sabía
también..., un pensamiento al que no le daba mucha importancia, visto que era
una práctica natural y legítima para un hombre digno de honor como era él, que,
tras haber cortado con un golpe de hacha, como la que se utiliza para cortar
los troncos de madera para calentarse en invierno, la cabeza a la mujer, porque
al llegar a casa tras una larga jornada de duro trabajo en el campo se encontró
frente a un escándalo, sabía… que esa acción le aportaría algunos problemas.
La
mujer de Don Fico en su negligencia había cometido dos errores importantísimos:
no solo se había olvidado de ordeñar las vacas, sino que había hecho público a todo
el pueblo que era amante desde hacía un año del Conde Massetti. También él
estaba casado y vivía en el mismo pueblo. Un rico heredero que desde pequeño
era el dueño de aquellas tierras.
Siempre
elegante y bien vestido, de modales educados, además de la pasión por los
coches de época tenía también aquella por las mujeres. Pequeñas y gordas como
era la mujer de Don Fico.
La
condesa, esposa del conde Massetti, una campesina que tuvo la suerte de casarse
con él quedándose embarazada tras haberle derramado un líquido especial en su
té de la tarde. Presente en la sala, sentada en una esquina, con las botas de
tacón alto y robusto, envuelta en un vestido rojo y con un gran sombrero de
encaje blanco que le cubría la cabeza y le hacía sombra defendiéndola del sol,
perfumada y empolvada, con collares y pulseras de oro y un gran medallón en el
pecho con la fotografía del marido en el centro, con grito alarmante, tirándose
de los pelos, arrancándose la ropa y llorando con un llanto ruidoso, sorprendió
al marido desnudo en la cama con la mujer de Don Fico, en casa de estos.
Poniendo con sus alaridos, alborotos y gritos al corriente del hecho a todos
los pueblos de alrededor. Gritos que se oyeron en toda el tranquilo valle
cubierta por el calor y “omertá.”
Hizo
acudir, además de dos gendarmes, a un asistente delegado, y el comisario de
seguridad pública, también al sheriff del pueblo. Un hombre considerado serio e
intransigente en sus obligaciones. Atento y vigilante de la seguridad pública,
que como de costumbre, permanecía durante todo el día en su oficina
tranquilamente sentado jugando a las cartas, protegido por el aire
acondicionado que le permitía soportar su dura y penosa profesión.
Debido
a que, dado los acontecimientos, incomodar para asistir a la condesa Doña
Rosalinda había tomado nota en el lugar, del crimen cometido, pero, sobre todo,
se había puesto al corriente del adulterio. Rodeados por todo el pueblo, que en
un primer momento testimoniaba a favor de Doña Rosalinda.
Todo
el vecindario, los amigos, los parientes, incluso los pueblos cercanos estaban
al corriente de lo acontecido y de la gran desgracia.
Don
Fico era reconocido públicamente un cornudo. No había nada que hacer. Su mujer
se había ido a la cama con otro hombre. Lo sabían todos. Su mujer era considerada
una puta.
También
lo sabía Don Fico que volviendo de los campos delante de aquel desorden, sin
pedir ningún tipo de explicación, pero entendiendo perfectamente que le habían
herido el honor y su honorabilidad había sido manchada irremediablemente, como
un hombre moderno, emancipado e inteligente en el resolver personalmente los
problemas familiares, cuando se encontró delante de su esposa que lloraba, tomó
el hacha que había dejado clavada en el tronco de un árbol y con un gesto
decidido, de un solo golpe, le cortó la cabeza.
Tras
haber encontrado la solución a su problema, antes de que se lo llevaran a la cárcel,
acompañado de dos gendarmes fue a la casa del pueblo donde todos se reunían
para contar satisfechos lo sucedido. No pocos de sus coetáneos le dieron la
enhorabuena abrazándolo, dándole palmadas en la espalda, invitándolo a un vaso
de vino y afirmando que había sido la única cosa que hacer y la única sabia
decisión que tomar.
Tras
haber leído el juez la sentencia, hizo levantarse al imputado y le dirigió como
de costumbre las preguntas antes de cerrar definitivamente el caso.
-Entonces,
honorable Don Fico, ¿ha entendido de qué ha sido acusado y por qué está aquí?
Quiero decir... -marcando sus palabras-, ¿ha entendido finalmente el crimen que
ha cometido?
-Excelencia-responde
el imputado esbozando una sonrisa y perplejo por la pregunta- sinceramente no
he entendido gran cosa.
-¡Don
Fico! -gritó el juez enfurecido-¡usted está acusado de homicidio! ¡Homicidio
entiéndete! A matado a su mujer y será condenado por ello.
-Excelencia
-le responde Don Fico levantado los hombros -, si usted dice eso, me lo creo.
Sabe
excelencia, yo soy un pobre y humilde campesino y de todos estos asuntos
políticos y administrativos no sé gran cosa. Si usted dice que he matado a mi
mujer, seguramente es la verdad, pero créame excelencia, no podía hacer otra
cosa, estaba obligado por los hechos.
De
nuevo una risa general. El canciller sacudiendo enérgicamente la campana
intentaba establecer el orden y la calma.
-¡Silencio!
¡Silencio! o desalojo la sala.
El
juez, serio y amenazante, quitándose las gafas y apoyándose con la espalda en
el gran sillón de piel mojado de sudor, se dirige al imputado.
-¡Don
Fico! -le dijo casi gritándole-. ¿Qué significa que no pudo hacer otra cosa?
-Significa
que yo no tengo la culpa, excelencia. Era la única decisión que podía tomar.
Hice lo que debía.
-¡Pero
cómo que no tiene la culpa! Lo han visto todos que con un solo golpe de hacha
ha cortado la cabeza a su mujer. Todo el pueblo está al corriente del homicidio
cometido por usted. ¿Y usted qué hace ahora? ¿Quiere negarlo?
-No…
no, excelencia, me he explicado mal.
Yo
no niego nada, al contrario, es cierto lo que usted dice. He cortado con un
golpe de hacha la cabeza de mi mujer. Pero déjeme explicarme, por favor…
-Explíquese,
¡explíquese entonces! Queremos escuchar lo que tiene que decir. Explíquese pues
-gritó impaciente-
Sentándose
de nuevo en el banco, remangándose los pantalones y dejando descubiertos los
calcetines rojos y un trozo de la pierna peluda. Estirando los brazos y
apoyándose con las manos en la rodilla, levantando ligeramente la cabeza, con
una respiración profunda, comenzó serio y pensativo a contar.
-Ve,
excelencia…, la culpa de todo lo sucedido no es mía, ni tampoco de mi mujer, es
de la señora condesa. La mujer del conde Massetti, Doña Rosalinda. Es la
condesa… que con todas sus lágrimas y gritos ha querido hacer un escándalo
inútil delante de mi casa. Delante de todo el vecindario. Delante de mis
amigos. Poniendo a todo el pueblo al corriente del hecho y a mí, un hombre de
honor, en ridículo.
-Pero
entonces…, entonces usted estaba al corriente de la relación entre su mujer y
el Conde Massetti -le dijo el juez con la clara expresión en la cara de haber
descubierto algo fantástico-. ¡Lo sabía todo!
-Exactamente,
excelencia, es cierto. Yo lo sabía todo. Pero solo yo y nadie más. Ninguno
podía decirme a la cara que era un cornudo y reírse de mí a mis espaldas. Le
digo esto excelencia, porque yo soy un pobre y humilde campesino y vivo en el
campo. El campo es duro, excelencia, muy duro. Trabajo toda la semana en el
campo levantándome temprano por la mañana y cuando vuelvo a casa me espera la
comida caliente y un poco de vino. Y aunque a veces mi mujer me esperaba en la
cama disponible solo para mí, yo, después de haber comido, iba cansado a dormir
para poderme levantar al día siguiente a las 4 de la madrugada. También los
domingos. Este tipo de desgracia, cuando uno trabaja tanto y está tan ocupado
con el tiempo, puede suceder a todos. Lo importante es que todo lo que pasa,
quede en casa, entre las cuatro paredes. En familia. ¿Con qué derecho la
condesa Doña Rosalinda que tenía todo y vivía en una gran casa, conocida y
respetada por todo el pueblo, rica y elegante como siempre, con todo el tiempo
libre que tenía a su disposición para ocuparse de tantas cosas divertidas y
estúpidas en la vida, vino a mi casa? Excelencia, ¡a mi casa! ¡En mi casa! En
la casa de un pobre campesino, con el
cual la señora condesa no había nunca querido hablar, ni ver, ni
conocer, un campesino que trabajaba todo el día y lo único que le hubiese
quedado al final de la vida hubiera sido solo el honor; a gritar en voz alta y
a demostrarle a todo el pueblo que yo era un cornudo. Un cornudo, excelencia,
¿me entiende?
¿Qué
habría pensado la gente de mí? ¿Con qué coraje hubiese podido salir de casa o
ir a la casa del pueblo a jugar a las cartas con los amigos un domingo por la
tarde? ¿Sabe cuántas cosas habrían dicho a mis espaldas? Era un cornudo,
excelencia. ¡Un cornudo! ¿Me entiende? Ve, excelencia, para la condesa aquel
escándalo era de poca importancia, una broma. Estas cosas suceden y se pueden
entender. Ella lo sabía muy bien, que años antes de haberse casado, metía en su
casa, cuando el conde viajaba por trabajo, a los chavales de 20 años para que
la satisficieran. Ella lo sabía muy bien porque estaba habituada a estas cosas.
Después unos pocos días habría hecho de nuevo la paz con el marido y ninguno hubiera
sabido nada.
Por
lo demás, excelencia, mi mujer era solo una pobre, humilde y estúpida
campesina. No había que preocuparse por nada por parte de la condesa. Pero
ella, la condesa, ha querido montar todo aquel alboroto inútil. Todo aquel
rumor y gritos sin sentido. Sin pensar en mí… el marido. Yo también soy un
hombre, excelencia. ¿Qué podría hacer si la condesa me quitaba la única cosa
que tenía y que defendía en la vida? Mi honor. Tenía que hacer algo…, debía
salvar el honor.
Un
aplauso se produce en la sala. Todos los campesinos allí presentes con sus respectivas
mujeres afirmaban con la cabeza todo lo que Don Fico decía.
-Ve,
excelencia -retoma Don Fico con un tono de voz más bajo y profundo―. Si la
condesa hubiera venido a hablar conmigo, yo lo hubiera entendido. Le hubiera
propuesto de dejar ir, le habría dicho que las cosas pasan, de no pensarlo más,
y no hubiera matado a mi mujer. Nos hubiésemos hechos quizá más amigos,
incluso…, teniendo un secreto importante y en común para compartir, nos
hubiéramos seguramente convertido en parientes, buenos vecinos, y quién lo
sabe, si hubiese nacido algo divertido entre nosotros cuatro. Quiero decir…,
íntimamente hablando. Pero, excelencia, todo aquel alboroto, todo aquel
griterío, para nada. Las mujeres, excelencia, no hay quien las entienda…
Y
con estas últimas palabras, Don Fico se secó la frente mojada por el sudor con
el pañuelo, dando por acabado su discurso.
-Entonces,
¿esta es su visión de los hechos, Don Fico? ―le preguntó el juez, quien lo
había escuchado con mucha atención― ¿Esta es la tesis que usted sostiene?
-No,
no, excelencia, no me he explicado bien. Yo no tengo ninguna visión de los
hechos, no tengo ninguna tesis. Soy un hombre simple y modesto y le he dicho
solo lo que me han obligado a hacer.
-¿Cómo
se considera usted? ¿Inocente o culpable? -le preguntó el juez.
―Inocente
excelencia, inocente sin duda.
El
juez… también siciliano de origen, nacido y vivido en aquel lugar, residente en
un pueblecito perdido entre los montes de la calurosa provincia de Messina,
conocido por todos por su justicia e imparcialidad de sus sentencias. Comprensivo
y justo con las personas débiles, pero intolerante e implacable con los brutos
y prepotentes. El juez… considerado por todos un hombre sabio y justo, tras
haber escuchado con atención la declaración de Don Fico, sentencia en voz alta
la pena de 5 años de cárcel.
Entre
un estruendo colectivo y rumorosos aplausos, el proceso termina y la multitud
satisfecha por la pena, tras congratular a Don Fico, sale lentamente de la
sala.
Por
las miradas de los campesinos se entendía que consideraban más que justa la
pena que el juez le había dado a Don Fico por el horrible homicidio cometido.
Cinco años, que con buena conducta y la resolución del caso podría pasar a
tres, y quizá hasta a dos.
Pero
ya se sabe, esta es la Justicia.
Y
si la Justicia es igual para todos los hombres, no todos los hombres son
iguales delante de la Justicia.
Significa
entonces que el modo de ver, de entender, de vivir y de interpretar las cosas
representa un océano desconocido para cada hombre. Y es por esto, que no puede
existir una sola Justicia… justa.
Y
el alma pregunta.