martes, 10 de junio de 2014


 

LA VICTORIA

 

 

 

A las 5 de la tarde me esperan en la Casa del Pueblo, situada en el centro de la villa, para la acostumbrada partida de cartas del torneo mensual de La Escoba.
Se celebraba todos los martes por la tarde desde las 14.00 hasta las 21.00 horas.
La Escoba es mi juego preferido. Juegan 4 personas. Pareja contra pareja. Quien gana se lleva a casa 2 botellas de vino, una por cabeza. El domingo, sin embargo, un buen jamón con el famoso rosco de la Puglia.
Cuando estaba Gigi formábamos una pareja imbatible. Ganábamos siempre. El tipo con el que juego ahora no es muy inteligente y no llega a entender lo que le quiero comunicarle  con las señales de los ojos.
¡Qué lástima que Gigi se haya ido a vivir a la ciudad! Con él era diferente. ¡Qué personaje era mi amigo! De todas formas, me alegro por él. Hace casi 6 meses, con una gran fiesta, anunció a todo el pueblo que había ganado en la quiniela 20 millones de euros.
La verdad es que es mucho dinero para una persona como Gigi. De campesino a millonario hay un gran paso. Desapareció. Ninguno sabía nada de él. Ni siquiera su numerosa familia.
Muchos del pueblo decían que estaba haciendo un viaje recorriendo el mundo. ¡Gigi! que para ver algo distinto iba los domingos por la tarde al único cine del pueblo.
Cuando volvió de su viaje, me llamó en seguida, invitándome a que fuese a su casa.
Se había trasladado a la ciudad. -Es donde vivimos los ricos-, me dijo.

―Mario, soy Gigi, ¿cómo estás? Tengo muchas ganas de verte. Ven a visitarme. Te puedes quedar en mi casa algunos días, así hablamos.

Acepté. Cogí el tren y fui a verlo.
Tras 4 horas llegué a la estación de Milán donde me recibió con todos los honores. A decir verdad, habló solo él. Yo lo escuchaba y lo miraba sin decir una palabra.
Me llevó con un coche lujosísimo a su casa.  Una villa de tres plantas, con piscina olímpica y campo de tenis.
Delante de todo aquel lujo y riquezas, me quedé como un estúpido y le pregunté:

―Pero ¡Gigi! ¿Qué haces con una piscina si no sabes nadar? ¿Y con el campo de tenis? Si no has tenido nunca una raqueta en las manos.
―Mario, tu…no lo entiendes. No eres un hombre de mundo. Continúas siendo un simple y vulgar campesino. Todo esto…, la casa, la piscina, el campo de tenis, es necesario para la imagen, ¿entiendes? ¡La imagen!
― ¿Para qué es necesario? ¿La qué…? Le pregunté maravillado por su lenguaje, que no llegaba a entender.
― ¡La imagen! ―me dijo convencido― Un hombre es rico cuando puede demostrar que lo es, si no, es pobre. La riqueza sirve para conservar la buena opinión que tienen los otros de ti. Son los otros, los que te rodean, los que dan un valor a lo que eres, no tú, ¿me entiendes?

 
No entendía nada. Gigi hablaba con un lenguaje que no llegaba a entender. ¿Los otros?
yo siempre he pensado que si un hombre es rico, es rico, y que si es pobre, es pobre. Y cada uno de nosotros vive y esconde alegrías y dolores. Las cosas son así.
Me quedé en su casa. Tenía a sus órdenes, tres señoras para el servicio, dos camareros, un cocinero y un mayordomo vestido de librea. Había más gente en aquella casa que en el estadio los domingos por la mañana.

¡Gigi, mi amigo! Acostumbrado a vivir con su perro en un apartamento de 40 metros cuadrados. ¿Cómo podía vivir con toda aquella gente?
¡Y además, un cocinero! Me parecía exagerado para un hombre como Gigi, acostumbrado a tomar sopa de judías con pan seco. De todas formas, contento de mi presencia, dio una fiesta en mi honor. Asistieron las familias más ricas, más importantes, y más ilustres de la ciudad. Cuando sentía sus discursos no entendía de qué hablaban, pero intuía, que la fiesta debía gustarles mucho ya que, además de comer y beber sin parar, cada vez que Gigi decía algo, reían contentos. Algunos de los invitados estaban felices de escucharlo. Se abrazaban, se metían la cara entre las manos con los ojos llenos de lágrimas, se aguantaban la barriga mientras se reían o se escondían uno detrás de otro. Mi amigo, se había convertido en un hombre gracioso. 

¿Gigi! que nunca había sabido contar ni siquiera un chiste, hacía reír a todos los que lo escuchaban cada vez que abría la boca.

Había también una orquesta que tocaba una música que nadie bailaba. Los invitados, sentados próximos a sus mesas, continuaban comiendo, bebiendo champán y riendo a más no poder, señalando a mi amigo que para lo ocasión se había vestido de amarillo, con un traje hecho a medida. Una camisa negra con los botones de nácar y calzaba botas rojo fuego con las suelas blancas y la hebilla lateral plateada. Yo lo veía elegantísimo.

Una tarde lluviosa, durante la semana que estuve en su casa, me enseñó los coches aparcados en el garaje de la villa. Todos eran suyos. A cada cual más bonito. Nuevos, carísimos y de grandes marcas.

―Pero, Gigi ―le pregunté sorprendido―, si no sabes conducir. ¿Qué haces con todos estos coches? Desde que te conozco siempre te he visto en bicicleta.

―Mario, amigo mío… eres un simple campesino, no hay nada que hacer. Mira…, un hombre de negocios, un hombre importante, que tiene dinero y que es conocido, debe tener coches que lo distinguen de los demás. Para poder marcar la diferencia. Para ser admirado y envidiado. ¿A que lo entiendes?

No, no, no. No lo entendía. Sinceramente, no llegaba a entender nada. Marcar la diferencia. Ser admirado. Ser envidiado. Cómo hablaba… No llegaba a reconocer a mi amigo. ¿Dónde había ido mi compañero de La Escoba?

¿Es posible que la ciudad lo hubiera cambiado tanto? Pero…, la sorpresa más grande fue cuando abrió los armarios de su casa para enseñarme la cantidad de trajes y de botas que había comprado y que se había hecho a medida por los mejores sastres de Milán.

―Pero, Gigi ―le pregunté maravillado―. Perdona por mi ignorancia, pero… ¿qué haces con tanta ropa? Desde que te conozco siempre has tenido un par de pantalones y dos camisas. Una cambio, para la semana para trabajar en el campo; y la otra, para los domingos por la mañana ir a la iglesia. Y ahora, ¡fíjate! Parece un almacén al por mayor. No es suficiente una sola vida para renovarlo todo. No tendrás ni el tiempo para ponértelo todo.

―Ves, Mario, tú eres un hombre simple y modesto y no lo puedes entender. Un hombre importante, como yo, se tiene que vestir de forma distinta 3 veces al día. Por la mañana, para desayunar. Por la tarde, para ir a tomar el aperitivo. Por la noche, para salir a cenar. El traje adecuado para cada ocasión. Lo dice también el protocolo. ¿Entiendes, Mario? Nunca puedes ponerte lo mismo porque si no, los otros te critican. ¿Me entiendes ahora? La imagen, Mario. ¡La imagen! La apariencia de las cosas, créeme, es más importante que la sustancia. Siempre ha sido así. No importa lo que eres, sino lo que tienes.

 

Me parecía un loco. No lo entendía. ¿El protocolo? Ni siquiera sabía qué era aquello.

No había nada que hacer, mi amigo Gigi había cambiado.

O había cambiado él o me había vuelto imbécil yo.

Recuerdo que cuando vivía en el pueblo, desayunaba a las 4 de la mañana, en el bar de Marta, del centro de la plaza. Luego se iba a trabajar al campo hasta las 19 horas. Sobre las 20.00 se tomaba un vaso de vino en casa de Otelo, el granjero, y después volvía a su casa para cenar e irse a dormir. Nunca se cambiaba. Siempre la misma ropa. Solo el domingo, antes de ir a la iglesia, se duchaba y se ponía la ropa nueva.

¡Y ahora! La imagen, la apariencia… El vestido ideal para cada ocasión… ¡El protocolo! Lo único que entendía era que debía ser pesado vivir así.

Pero lo que más me maravilló fue cuando me propuso ir a pescar. Cuando Gigi vivía en el pueblo, íbamos juntos muchos sábados por la tarde a pescar truchas al río. Pasábamos momentos divertidos, despreocupados, inolvidables. Cada uno ponía lo que podía. Un buen queso, una buena cesta de peras, dos o tres frascos de vino tinto, y, alguna rara vez, un trozo de tarta. Siempre atentos al flotador que anunciaba la captura de alguna buena trucha. Comíamos, bebíamos, pero sobre todo, reíamos. Nos reíamos mucho. Después, por la tarde, sobre las 20.00 horas, cuando volvíamos al pueblo con 5-6 truchas cada uno, hacíamos alrededor del fuego una barbacoa de pescado junto a otros amigos que se unían a nosotros. Toda la tarde bromeábamos y riamos hasta caer al suelo medio borrachos, listos para ir a dormir. La vieja granja, elegida para el gran evento, se llenaba de alegría, de gozo y de felicidad. Un calor sano, verdadero, genuino. Había lealtad, verdad, amistad entre nosotros y ninguno pensaba en ser mejor que el otro. Nos aceptábamos y basta. Amábamos las cosas simples y verdaderas. No teníamos dinero. No éramos hombres importantes, ricos, conocidos, pero éramos felices. Todos los amigos de la infancia, nacidos juntos. Habíamos dividido las pequeñas cosas de la vida, para poder gozar un día de las grandes. Éramos simples y modestos campesinos como lo era Gigi. Él era uno de nosotros. Había un vínculo fraterno que nos unía.

Dicho esto… Cuando Gigi me propuso ir a pescar tuve la ilusión de que aún algo bueno y sano quedaba en él. Pero, desafortunadamente, fue solo una ilusión. Mi sorpresa fue aún mayor cuando lo vi subir a una barca de 30 metros, equipada con todos los accesorios para pescar.

 

―Pero, ¡Gigi! ―le dije con cierta tristeza―, así no hay lucha. No hay mérito. No es justo, no es justo para los peces. Es demasiado fácil. ¿Dónde queda la habilidad del pescador? Un desafío debe ser honesto. Con una barca así, con estas cañas de aluminio, con estos equipos sofisticados, el pez no tiene oportunidad. No tiene posibilidad de salvarse. Mientras tú te diviertes gastando un poco de tu tiempo, el pez, en aquella lucha desigual pierde la vida… Así ya has ganado y no es justo. Créeme, Gigi, para hacer una barbacoa de pescado con los amigos no sirve todo esto.

 

―Mario, Mario, Mario, ¡amigo mío! No cambiarás nunca. Eres un sentimental. Leal a tus principios. Pero ¿en qué mundo vives? Veo que no consigues seguirme. ¿No entiendes que para la imagen una barca es esencial?

¿La barbacoa de pescado con los amigos? ¿Estás loco? El pescado lo como en algún restaurante. Y además, Mario, yo no tengo amigos.

 

Solo en aquel momento, en aquel pequeño instante, vi sus ojos cambiar de luz, de color, de intensidad. En el momento que dijo “que no tenía amigos” vi su rostro esconderse tras una nube de tristeza.

Pero fue solo un instante. Al momento comenzó a hacer alarde de lo que poseía y de lo que representaba. En el hombre que se había convertido.

Pasó una semana y llegó el día de mi partida. Quería acompañarme con su avión personal, pero yo preferí coger el tren. “Los baños son más grandes”. Además, en el tren se encuentra siempre alguna persona simpática con la que poder intercambiar algunas palabras. Me acompañó a la estación. Y mientras esperábamos que llegara el tren, delante a una taza de café, intercambiamos las últimas palabras de despedida.

 

―Bueno, amigo ―me dijo Gigi sonriente―, ¿has vito lo rico que soy? Tengo todo lo que puedo desear. Me he convertido en un hombre importante, conocido y envidiado. La vida me sonríe, ¿estás de acuerdo?

 

Yo lo escuchaba en silencio, moviendo con la cucharilla el azúcar de mi taza de café. No abrí la boca. Le eché solo una mirada. Nada más.

 

―Pero ¿por qué me miras así? ―insistió él― ¿No me dices nada? ¿No te alegras por mí? ¿No crees que me lo   merezca? ¿Dime…que piensa?

―Cierto Gigi, cierto… No sé qué pensar. Veo todo lo que posees y en qué tipo de hombre te has transformado. Estoy contento por ti. Me alegro de que estés bien.

 

― ¿Contento por mí? ¿Te alegras de que esté bien? ¿Solo eso? ¿No tienes nada que pedirme? ¿Nada que preguntarme? ¿No sientes curiosidad después de todo lo que has visto?

―Sí, Gigi… A decir verdad tengo una duda… hay una cosa que te quería pedir… que me hace pensar…

― ¡Entonces! abre la boca, amigo. ¿Qué quieres saber? ¿Qué necesitas? ¿De qué tienes necesidad?

―Como te decía, querría preguntarte algo... ¿Eres feliz, Gigi?

 

Me miró sorprendido tras mi pregunta.

Para él, que se había convertido en un hombre rico, importante y famoso, era casi lógico que la gente, los amigos, todos los que lo conocían, yo incluido, entendiésemos que por fuerza era feliz.

 

“He pensado siempre que un hombre puede tener la habilidad de engañar a todos, pero no a sí mismo. Porque cuando se enciende la noche, en el silencio de la oscuridad, se encuentra solo con su verdad. Y en aquella profunda soledad, que lleva dentro de sí en cada instante, deberá ser honesto consigo mismo si quiere ser feliz. De lo contrario vivirá su vida en la búsqueda de algo sin saber qué es.

En su búsqueda, comenzará acumulando bienes y cosas, que no le sirvieran para lograr su objetivo. Y en esa loca carrera por alcanzar la felicidad se olvidará de él y de sus prioridades. Se olvidará de la vida que se le escapa silenciosa.”

 

A pesar de su asombro, la respuesta no se hizo esperar. Solo en ese momento reconocí a Gigi. A mi viejo amigo y la humanidad que aún quedaba dentro de él.

 

―No, Mario, no soy feliz. A pesar de todo lo que poseo, dinero, casas, coches, mujeres, no soy feliz. Y no llego a entender  porqué. Pero dime… ¡tú! ¿Tú lo eres?

―Yo, sí, Gigi. Soy un hombre muy feliz.

 

Se rio de forma ruidosa. Me abrazó apretándome fuerte, y me dijo:

 

―Y, ¿Cómo es que lo eres? Si no tienes nada. ¿Cómo haces para ser feliz?

―Porque soy un pobre campesino que sabe apreciar las cosas simples y verdaderas de la vida. Encuentro la felicidad cada día dentro de mí mismo.

― ¿Dentro de ti? ¿Cómo haces para encontrar la felicidad dentro de ti? ¿Me estás tomando el pelo?

―No, no te estoy tomando el pelo. No me lo permitiría nunca, aunque seamos amigos.

Ves, Gigi. El alma necesita de la verdad que permanece dentro y detrás de cada cosa. No quiere conocer el placer de lo efímero, de lo superficial, de lo inútil que envuelve a todo. La felicidad no es un bien que se pueda comprar o encontrar viajando por el mundo. Es una cosa que se debe cultivarse dentro de nosotros. Tenemos que aprender a ser felices. Saber cómo descubrir este bien que nace con nosotros. Conocerse a uno mismo, es una práctica diaria. Entender las razones de la vida, abrirse de un modo distinto a nuestras exigencias, llegar a ver más allá de las apariencias. Pero, sobre todo, ser honestos con nosotros mismos hasta el final.

―Pero Mario, ¿cómo haces para vivir bien y ser feliz si no dispones de los medios?

― ¿Los medios para ser feliz? Gigi, los medios son los que tú y solo tú necesitas para ser feliz. Cada uno de nosotros tiene sus propias necesidades. A veces, distintas e independiente a la de los demás. La felicidad no es la misma para todos. Yo no necesito lo que tú consideras que es necesario. Pero todos nosotros, tú, yo, los otros, tenemos que buscar en el propio ser, un estado de tranquilidad emocional para poder tener una conexión distinta con lo que nos rodea. Más grande es la calma mental y la tranquilidad de ánimo y mayor será la capacidad que tendremos para ser felices. Si te falta la disciplina interior que te produce tranquilidad, los medios y las condiciones externas no te darán nunca la felicidad a la que tu alma aspira. Te asomarás siempre a las ventanas de la vida con cierto egoísmo y prepotencia, y no con la humildad suficiente para entender que nada de lo que te viene dado es tuyo. Y por muy importante que te sientas, no te olvides de que representas solo una marioneta dentro de un teatro, que recita una parte que no ha escrito.

Si buscas satisfacer solo tus exigencias egoístas y primarias, los aspectos superficiales y banales de la vida, no llegarás nunca a elevar tu alma y te quedarás siempre a tierra. Y cualquier camino que puedas recorrer nunca será el camino justo si te alejas de ti mismo. Siempre sufrirás por todo lo que te suceda, ya que no verás más allá de eso. Y cada pequeño problema te parecerá un muro imposible de superar. Y en vez de afrontarlo para crecer, escaparás como un conejo para llegar a ser un nadie. Si por el contrario consigues llegar a poseer esa cualidad interior que es la tranquilidad del alma, la serenidad silenciosa y solitaria de tu ser, la humildad, la modestia, el altruismo con los demás, pero, sobre todo, de aceptar la verdad de lo que haces, dices y piensas. Incluso en ausencia de mucho de los medios externos que tiendes a considerar necesarios para ser feliz, vivirás una vida satisfecha, alegre y gozosa. Pero, te repito, sobre todo, honesto contigo mismo. De consecuencia, conseguirás ser un hombre feliz. El hombre, en general, no sabe ver de un modo correcto en qué consiste la felicidad. Cuando sale de la vía correcta,  se aleja de la meta, cuando más velozmente camina.

―Me haces reír, Mario, con tu discurso de campesino. ¿Cómo llegas a saber cuál es la dirección justa?

―Debes seguir tu instinto. Difícilmente te equivocarás.

Y seguir tu instinto natural significa vivir en sintonía contigo mismo. No solo de acuerdo a una razón lógica, sino más bien, de acuerdo con lo que tu alma te transmite a través de las sensaciones. La felicidad no es otra cosa que la armonía interior con todo lo que te rodea. El hombre feliz no se deja convencer, ni condicionar por las cosas externas, por el juicio de los demás, por la opinión de muchos, por la superficialidad o apariencia del mundo. Es un hombre que confía en sí mismo. En sus capacidades para seguir adelante. Preparado para aceptar las consecuencias de sus acciones. Tus admiradores… los que te están cercanos por la conveniencia del momento, que te adulan y te dicen palabras bonitas para contentarte, los que necesitan de la -imagen-, para aceptarte; bien, amigo mío, estos son los peores intérpretes de la verdad. Y lo son porque no saben qué es la verdad. Están acostumbrados a mentir para escapar, para protegerse, para esconderse. Difícilmente saben distinguir lo verdadero de lo falso. Difícilmente tienen la capacidad de ver dentro el alma de un hombre. Están muy concentrados en ellos mismos y muy pendientes de la opinión de los otros.

 

Me miraba y escuchaba con gran atención. Por primera vez en aquella semana vi en sus ojos aquel velo de tristeza y desesperación que da a entender cuando un hombre toma conciencia de su error. Reconocí entonces a aquel hombre que había sido mi amigo durante toda la vida. Aquel amigo con el que había compartido placeres y dolores. Un amigo que había vuelto a ser un hombre.

 

―Dime, Mario ―me dijo con la cabeza agachada, casi avergonzado―,  ¿qué me aconsejas que haga? Créeme, quiero volver a la serenidad que tuve un tiempo cuando jugábamos a la escoba, cuando íbamos a pescar, cuando nos emborrachamos con los amigos. Pero, he entrado en un túnel sin salida y me veo obligado a continuar. Formo parte de un engranaje que me lleva a no reconocerme.

 

Aquellas palabras, densas y profundas, me emocionaron. Tenía delante de mí un hombre que había dato cuenta de que se había equivocado. Pero, no se había transformado en un conejo. Estaba solo un poco confundido, pero vivía todavía dentro de él, el coraje para reparar su error.

 

―Sentémonos aquí, Gigi, el tren puede esperar. Quiero decirte dos palabras que quizá te ayudarán a entender:

el error más grande que comete el hombre es el de transformar la felicidad en algo que debe poseer por fuerza para crecer y sentirse bien. En un objeto que debe obtener o conquistar, solo por un sentido común, y no por una exigencia personal. La recorre sin conocerla. La exige en cada circunstancia como si fuera su derecho. La confunde con la riqueza, con el prestigio, con la materia. Sin darse cuenta de que la mayoría de las veces, aunque un hombre haya obtenido todo esto, puede no ser feliz. Ves, amigo, a veces la felicidad se esconde en las pequeñas cosas que pasan cerca de ti mientras estás ocupado haciendo otras.

Si proyectas tu vida al futuro, en lo que deberá venir o aparecer, olvidarás vivir las cosas que te se presentan cada día, a veces, colmas de aquella felicidad que buscas. Para que un hombre sea feliz no debe invertir su tiempo mirando a los otros. Tampoco estar muy concentrado mirándose a sí mismo. Pero si, llegar a percibir e interpretar los mensajes que la vida ofrece. Que se mueven a tu alrededor y te comunican el camino que debes seguir. Ir a la búsqueda de certezas, de confirmaciones, de seguridades, para lograr algo que cree, solo cree… te hará feliz, y no pararse delante a lo que el destino tenía escondido para ti, no te hará nunca alcanzar la felicidad. A veces la ¡magia! se esconde detrás de una mirada. Un encuentro casual, algo que te sorprende. Si en la vida buscas la felicidad, no debes solo merecértela, tienes que tener también el coraje de recibirla, pero, sobre todo, debes saber reconocerla.

―Entonces, Mario, ¿qué debería hacer? ¿Venderlo todo? ¿Perderlo todo? ¿Dejarlo todo? ¿Volver a ser un pobre campesino para ser feliz?

―No, no, Gigi, no he dicho esto. Más bien, creo que, por el contrario, has sido un hombre afortunado. Y despreciar tu fortuna sería como darle una bofetada al destino o darle la espalda a la vida. Tienes que estar contento por lo que has recibido. Pero no para mostrarlo a los demás, para presumir y marcar las diferencias como hacen los hombres pequeños, y llegar así a ser un hombre peor. Tienes que usar estos medios para aprender a gozar y a hacer gozar. A dar y a recibir alegría. Para adquirir la capacidad de saber distribuir, el bien, el amor, la misericordia. Para ayudar a quien necesita y atender con humildad las necesidades de los más débiles. Vivir… tiene que convertirse en un medio y no en un fin.

― ¿Un medio? Pero ¿qué dices, Mario? Vivir es en definitiva el fin más importante. Para todos.

―No, amigo, no es así. Es lo que tú cree, por eso no puedes ser feliz. Si para ti vivir significa solo satisfacer tu egoísmo por un placer personal, ¿qué queda de ti?

 

―Pero ¿qué dices? Ahora soy yo que no te entiende. Explícate mejor.

―Mira, Gigi. Aunque te pueda parecer extraño, cada uno de nosotros viene al mundo para cumplir una misión. Este -cada uno- representa una partícula importante de mundo. Esta partícula puede ser un pequeño distribuidor de alegría, de gozo, de bondad, de altruismo, de verdad o, como en muchos casos, puede ser también el contrario de todo esto y parecerse más a la nada. Es una elección que depende de nuestro libre albedrío. Quizá, por tener esta fortuna, -una fortuna sin mérito- quizá… Has sido elegido por algo de más grande que comprar un coche, una villa, una piscina, un campo de tenis o tantas otras cosas que se volverán inútiles y banales si inviertes tú vida en ellas. El paso del tiempo dará a estos objetos su justo valor y tú te quedarás sin nada. Porque estos objetos no llegaran a satisfacer las exigencias de tu alma. Habrás construido castillos en la arena. Como quien invierte en la belleza exterior de las personas y no sobre lo que hay dentro de ellas, hará seguramente un mal negocio.

Nada ni nadie podrá impedir que esta belleza desaparezca y que con el tiempo no sea más la misma a tus ojos. Y entonces… ¿Qué quedará en esa persona si no tiene nada dentro? La felicidad no depende de los eventos o de los hechos externos, sino de la forma en la que vives y del conocimiento que tienes en la vida. La fortuna te ha ayudado, amigo mío. Depende de ti dónde poner el peso de tus prioridades en la balanza de la vida. Solo tú, puedes decidir dónde quieres llegar y qué tipo de hombre quieres ser. Descubrir el porqué has venido a este mundo y cuál es la función que debes llevar a cabo es el camino más breve para llegar a la felicidad.

 

El tren llegó con 20 minutos de retraso, suficientes para terminar mi discurso.  Me despido de mi amigo abrazándolo y subo a tomar el asiento que tengo reservado.

Veo a Gigi en pie bajo mi vagón mirándome en silencio. Bajo el cristal y me apoyo con los codos en el borde de la ventanilla. Sin decir una palabra.

Pero pronto, después de que el controlador con su silbato anunciara los últimos 15 segundos disponibles, antes de que el tren saliera, se acerca y me pregunta:

 

―Mario, amigo, dime. ¿Qué es para ti la felicidad? ¿Qué tengo que hacer para ser feliz?

 

Lo miro sonriendo y le digo:

 

―Intentar ser honesto contigo mismo. No le mientas a tu corazón y verás que tu alma se encargará de transmitirte la felicidad que necesitas. Pero, sobre todo, Gigi, debes saber distribuir y, créeme, no me refiero ni al dinero ni al poder, sino a algo más alto, más grande. Es lo que hace la diferencia entre un hombre y otro. Búscalo dentro de ti, quizás lo encuentre.

Y el alma pregunta.