sábado, 18 de julio de 2015

Que le gusta a un hombre de una mujer

La noche se anunciaba fría y húmeda, y, con toda probabilidad, en poco tiempo comenzaría a llover.

Ella, una notable y conocida abogada, salió del trabajo más tarde de lo habitual. Caminaba por las antiguas callejuelas de piedras inconexas, con paso rápido y la mirada dirigida hacia el suelo. Tenía prisa por llegar a casa para tumbarse en el sofá y degustar la última copa de vino, inmersa en el silencio de la soledad.

Era viernes por la noche y la gente llenaba las calles; los bares estaban llenos de jóvenes que se divertían, bromeaban, bebían. A ella aquel tipo de vida nunca le había interesado. Robarle horas al sueño lo veía una pérdida de tiempo y de energía. Por su carácter algo peculiar, arisco, duro y a veces agresivo, no tenía a nadie que ocupara un lugar en su corazón. Había tenido alguna relación, pero debido a su manera de ser, nunca había llegado a construir nada.

Últimamente, la invadían momentos donde se sentía verdaderamente sola. Ese tipo de soledad que advertimos cuando no tenemos junto a nosotros a alguien que nos ame o, peor aún, cuando, incluso teniendo a alguien, nos damos cuenta de que somos nosotros los que no lo amamos y el estar junto a esa persona se reduce a una recíproca compañía.

Faltaba ya poco para llegar a casa y notó que en el bar, justo en la esquina de la calle donde a veces se paraba por las mañanas para tomar un café, estaban festejando un cumpleaños.

El bar estaba lleno de jóvenes que, sentados en la acera o de pie delante de la entrada, con los vasos en la mano, se divertían y reían entre ellos. Haciendo excepción a sus rigurosas reglas de vida, se dejó seducir por aquellas luces de color, por aquella música de violín, por aquellos jóvenes que se divertían, por aquella atmósfera invitante, y decidió entrar en el bar. Hubiera permanecido solo 10 minutos dentro de sus pensamientos, y no hubiera hecho amistad ni hablado con nadie. A duras penas, quizá, hubiera saludado rápidamente al camarero, a quien ya conocía.

Se hizo espacio entre la gente y tras tener localizado un taburete libre en el fondo del bar, se sentó y pidió, sin siquiera esbozar una sonrisa, un vaso de vino tinto.

Al rato de estar allí sentada inmersa en sus pensamientos con la mirada dirigida hacia el espejo que colgaba detrás del mostrador, reflejaba su imagen.

En el taburete de al lado que había quedado libre, después de que el último pretendiente, vencido por sus rechazos, se había ido a otra parte; un anciano de cabellos y barba blanca, vestido con ropa simple y modesta, se le acercó y tomó sitio… justo en el taburete que estaba a su lado.

— ¿Me puedo sentar junto a usted? —le preguntó educadamente y con cierta dulzura en la voz, como si tuviera el temor de que su modesta presencia pudiera molestarla.

Al escuchar aquellas palabras, la señorita se giró hacia él y tras mirarlo con severidad de pies a cabeza, sin ver sus ojos, con un tono de voz brusco y distante, le respondió:

— ¡Siéntase donde quiera! El bar no es de mi propiedad y estamos en un país libre.

Sin añadir nada más, el anciano tomó el sitio del taburete, pidió su botella de whisky, se la puso delante y llenó el vaso, y tras el primer sorbo que bebió con avidez, se giró de nuevo hacia la señorita.

—Perdone…, no quiero molestarla, pero me pregunto, ¿por qué una señorita tan guapa, elegante e intuyo que inteligente como usted está sola un viernes noche? Sola y con una cara más bien triste, diría. ¿Quizá ha tenido un mal día?

 

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Qué le gusta a un hombre de una mujer

 
La noche se anunciaba fría y húmeda, y, con toda probabilidad, en poco tiempo comenzaría a llover.
Ella, una notable y conocida abogada, salió del trabajo más tarde de lo habitual. Caminaba por las antiguas callejuelas de piedras inconexas, con paso rápido y la mirada dirigida hacia el suelo. Tenía prisa por llegar a casa para tumbarse en el sofá y degustar la última copa de vino, inmersa en el silencio de la soledad.
Era viernes por la noche y la gente llenaba las calles; los bares estaban llenos de jóvenes que se divertían, bromeaban, bebían. A ella aquel tipo de vida nunca le había interesado. Robarle horas al sueño lo veía una pérdida de tiempo y de energía. Por su carácter algo peculiar, arisco, duro y a veces agresivo, no tenía a nadie que ocupara un lugar en su corazón. Había tenido alguna relación, pero debido a su manera de ser, nunca había llegado a construir nada.
Últimamente, la invadían momentos donde se sentía verdaderamente sola. Ese tipo de soledad que advertimos cuando no tenemos junto a nosotros a alguien que nos ame o, peor aún, cuando, incluso teniendo a alguien, nos damos cuenta de que somos nosotros los que no lo amamos y el estar junto a esa persona se reduce a una recíproca compañía.
Faltaba ya poco para llegar a casa y notó que en el bar, justo en la esquina de la calle donde a veces se paraba por las mañanas para tomar un café, estaban festejando un cumpleaños.
El bar estaba lleno de jóvenes que, sentados en la acera o de pie delante de la entrada, con los vasos en la mano, se divertían y reían entre ellos. Haciendo excepción a sus rigurosas reglas de vida, se dejó seducir por aquellas luces de color, por aquella música de violín, por aquellos jóvenes que se divertían, por aquella atmósfera invitante, y decidió entrar en el bar. Hubiera permanecido solo 10 minutos dentro de sus pensamientos, y no hubiera hecho amistad ni hablado con nadie. A duras penas, quizá, hubiera saludado rápidamente al camarero, a quien ya conocía.
Se hizo espacio entre la gente y tras tener localizado un taburete libre en el fondo del bar, se sentó y pidió, sin siquiera esbozar una sonrisa, un vaso de vino tinto.
Al rato de estar allí sentada inmersa en sus pensamientos con la mirada dirigida hacia el espejo que colgaba detrás del mostrador, reflejaba su imagen.
En el taburete de al lado que había quedado libre, después de que el último pretendiente, vencido por sus rechazos, se había ido a otra parte; un anciano de cabellos y barba blanca, vestido con ropa simple y modesta, se le acercó y tomó sitio… justo en el taburete que estaba a su lado.
— ¿Me puedo sentar junto a usted? —le preguntó educadamente y con cierta dulzura en la voz, como si tuviera el temor de que su modesta presencia pudiera molestarla.
Al escuchar aquellas palabras, la señorita se giró hacia él y tras mirarlo con severidad de pies a cabeza, sin ver sus ojos, con un tono de voz brusco y distante, le respondió:
— ¡Siéntase donde quiera! El bar no es de mi propiedad y estamos en un país libre.
Sin añadir nada más, el anciano tomó el sitio del taburete, pidió su botella de whisky, se la puso delante y llenó el vaso, y tras el primer sorbo que bebió con avidez, se giró de nuevo hacia la señorita.
—Perdone…, no quiero molestarla, pero me pregunto, ¿por qué una señorita tan guapa, elegante e intuyo que inteligente como usted está sola un viernes noche? Sola y con una cara más bien triste, diría. ¿Quizá ha tenido un mal día?

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lunes, 8 de junio de 2015

Por la noche ( Un Hecho Erotico)

Es domingo por la mañana. Son las 5:00. Demasiado temprano para levantarse. No ha parado de llover en toda la noche y fuera hace un frío polar. Desde los cristales de la ventana entra una ligera luz que ilumina débilmente la habitación, suficiente para ver tu cara y tu cuerpo oculto entre claros y oscuros, por sombras que parecen querer poseerte.
Tu respiración es caliente y constante. Tu corazón late con un ritmo relajado como si también él estuviera inmerso en el sueño. Lo siento en la cama cercano a mí.

Tus piernas rozan las mías, a veces entrelazándose.

Tu piel lisa y aterciopelada se abraza a la mía, transmitiéndome el calor y el olor de tu cuerpo.

Los pelos enmarañados y esparcidos sobre la almohada te cubren parte de la cara. Siento la pesadez de tu cuerpo cercano a mi respiración. El olor natural y salvaje de tu piel acalorada, y quizá algo sudada, despierta mis instintos sexuales. Observo tus senos, grandes y redondos, cubiertos por la fina sábana de lino blanco.

Me gusta mirarte cuando duermes, observar en secreto tu cuerpo de mujer. Pareces una niña dormida, débil y frágil, dulce e indefensa, sin ninguna protección.

Pero no estás sola, yo estoy aquí, a tu lado, para protegerte, defenderte, amarte.

Ayer por la tarde volvimos a horas distintas y ni siquiera nos vimos. No pudimos ni darnos el beso de buenas noches. Cuando llegué a casa, ya estabas inmersa en un sueño profundo.

 

Me vuelvo hacia ti y te miro. Tu cara está relajada, rendida ante la vida. No pareces tú sin aquella expresión preocupada, síntoma de pensamientos que te sobrepasan. Pensamientos que tienes que afrontar y superar cada día para seguir adelante. Pero tú, sin nunca perder esa dulzura y feminidad que te caracteriza, eres capaz siempre de ir más allá.

Estás tendida en la cama con un brazo sobre la cabeza apoyada en el cojín y la otra mano, sobre la barriga. Me acerco a ti y te doy un suave beso en la mejilla, mojando mis labios con el sabor de tu piel.

Tienes un olor que me turba.

Comienzo lentamente a tocarte los labios, y la sensación que tengo despierta mi deseo.

Tu cuerpo, aunque rendido a la oscuridad de la noche, continúa siendo provocativo.

Me meto bajo las sábanas, como me sumerjo en la profundidad de un océano, y desaparezco.

El aire allí debajo es más caliente y el olor de tu piel un poco sudada es más fuerte, más natural, más animal. Deslizo lentamente la punta de mis dedos sobre tu cuerpo. Te toco por todos lados, pero lo hago tan ligeramente que no sé si lo notas. No quiero despertarte.

Apoyo los dedos en el tanga, siguiendo la línea, y siento la carnosidad de tu sexo.  Noto sus pálpitos, sus grietas.

Aquella leve protuberancia me excita.

Subo lentamente y busco tu pecho, que entra dentro de mi mano sudada como dentro de una copa de champán.

Comienzo a acariciarlo con un movimiento lento y circular, rozando con los dedos los pezones grandes y negros.

Lo hago despacio, con un miedo tremendo, no quiero despertarte. Necesito darte un placer distinto.

Me excita, con la complicidad de la noche, acariciarte y besarte en la oscuridad, mientras duermes, inconsciente de lo que sucede. Abuso dulcemente de tu cuerpo como un ladrón roba escondido un helado a un niño.

 

 

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lunes, 18 de mayo de 2015

la soledad en el amor


El amor no es solo sentir la necesidad del otro; pasión, deseo, complicidad… Muchas veces el amor también es soledad.
No se piensa nunca que podría sucedernos también a nosotros, y cuando nos pasa, no nos encontramos preparados por haber subestimado los hechos, debido a aquella indiferencia que, como una forma de defensa, hemos asumido para mantener las distancias cuando les sucedía a otros.
Para muchos, una relación amorosa es un potente antídoto contra todos los males; después sucede algo, una traición, un abandono, una mentira imperdonable, y en el dolor aparece aquella sensación de estar verdaderamente solos.
No me refiero a esa soledad que experimentamos cuando no tenemos a nadie al lado, sino a la soledad interior con la que nos damos cuenta de que aquella persona, aunque lleve mucho tiempo a nuestro lado, no ocupa ningún espacio en nuestro corazón.
Esa soledad que se siente cuando una persona ya no forma parte de nuestro mundo.
Sentirse solos dentro de una relación, sentirse aislados, desprotegidos, incomprendidos; es una de las sensaciones más tristes de afrontar que, debido a múltiples cosas, puede prolongarse durante toda la vida.
A veces, convivir con dicha soledad se convierte en una elección forzada por las circunstancias, por miedo a sufrir otra amarga desilusión y por el temor de no alcanzar una armonía cómplice con la persona amada. Pero solo es una ilusión que nos vendemos para sufrir menos y poder seguir adelante, en vez de encontrar dentro de nosotros la fuerza para decir…¡basta!
Un largo momento formado por incomprensiones, diálogos silenciosos, miradas, sonrisas y comportamientos sin sentido. Instantes odiosos que no quisiéramos vivir.
Recibimos críticas por parte del otro, injustas y sin fundamentos, provenientes de pequeños e insignificantes peleas sin importancia que nos llevan a tomar consciencia de que a veces el amor cuando se encuentra con una realidad diferente, va revelando su propia naturaleza; esa “soledad” que con el tiempo, va dando lugar a la incomprensión, conduciéndonos a una convivencia fallida y a un esfuerzo por afrontarla.

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sábado, 21 de marzo de 2015

Mi abuela Bruna

Cuando estoy en Florencia voy a menudo a correr por la orilla del río con mi querido amigo, el actor de teatro florentino Stefano Pecchioli. La última vez que nos vimos, hará unos 15 días, en una de nuestras conversaciones confidenciales, me manifestó su profunda pasión por escribir. Para saber lo qué salía de su cabeza y lo que vivía en su alma, le dije que me enviara (algo) para leer, con la promesa de que si me gustaba, lo publicaría.
He terminado de leer ese (algo) que me ha enviado, me ha parecido hermoso y he querido compartirlo con vosotros.
Dedico, entonces, la publicación de este escrito a mi caro amigo Stefano Pecchioli.

Corríamos veloces sobre las pequeñas baldosas blancas y marrones de la acera debajo de casa, cuando un fuerte temporal nos sorprendió. Queríamos vencer la velocidad de las gotas de agua para ver si éramos capaces de no mojarnos… ¡Chicos ilusos! Empapados de la cabeza a los pies, no sabíamos cómo refugiarnos, nos habíamos ido demasiado lejos y el refugio más cercano era “bajo los garajes”. Cuando llegamos, nos miramos felices y sonrientes aunque en las botas tuviéramos “ranas”.
Una forma de decir entre los chicos, para explicar el ruido que hacían las botas cuando se les metía el agua dentro.
De repente, un gran paraguas, de esos que nos amparan bien, hizo sombra encima de nosotros; agarrándolo, una mano delgada y marcada por el tiempo, reconocible solo por el perfume de la crema que se ponía, era ella…
Levanté la mirada, aunque me costó reconocerla, su cara permanecía cubierta por la sombra. Finalmente, vi sus inconfundibles ojos, de un verde esmeralda que me observaban con ternura, y mis dudas se desvanecieron de golpe. Solo ella los tenía así, solo ella me miraba de aquella forma, mi abuela Bruna. La abracé fuerte, casi escondiéndome entre sus piernas, y sentí con agrado el olor de la lejía impregnada en el húmedo delantal que cubría su curva vida cuando realizaba las labores del hogar.
Aún recuerdo las dulces caricias que nos hacía en la cabeza a mí y a mi hermano, un somnífero natural que nos adormecía. También cuando fuera llovía y los relámpagos nos daban miedo, ella llegaba a calmarnos.
Mi abuela Bruna era una persona especial, advertía las cosas que pasaban aunque se encontraran a kilómetros de distancia.
Tenía muchas dotes, pero la más importante era su sensibilidad. Le permitía enfrentarse a aspectos delicados de la vida, resolviendo las situaciones difíciles que a veces se presentaban. Un talento natural. Siempre sosegada, calma, tranquila. Genial en la gestión de los conflictos. Pero el verdadero secreto que la hacía única y especial era la felicidad que tenía dentro, llegaba a contagiarte fuese cual fuese tu estado de ánimo. Nunca olvidaré su gran corazón. Si nos compraba un helado, también se lo compraba a los otros niños; le apenaba ver la cara de sufrimiento de los otros mientras nosotros lo comíamos. Quería que la felicidad, aunque fuese por un instante, se compartiera con todos.

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https://elalmapregunta.wordpress.com/2015/03/21/mi-abuela-bruna/

 
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sábado, 28 de febrero de 2015

Insatisfechos

Quiero dar las gracias a todos los que han leído el relato precedente (Los políticos), alabando mis palabras con sus comentarios. Aunque este tipo de denuncias no sirve para nada, ya que la clase política está protegida por una coraza con la que rechaza aquello que va contra sus intereses, quedará igualmente un desahogo de haber hecho entender a estos inútiles actores de teatro que hay personas que no se dejan engañar por la idioteces que dicen y no creen una sola palabra de todas esas tonterías.

Aunque infelizmente hay siempre alguien que los apoyas, no puedo quedarme quieto y permanecer indiferente delante de personas que duermen en la calle, que hacen cola para poder comer, que pierden la casa embargada por una entidad bancaria avalada y protegida por un Estado y un poder político cómplice de estas estafas que les permite abusar de su poder de usureros legalizado y de enriquecerse a las espaldas de personas que lo pierden todo.

No puedo combatir contra ellos porque no tengo las armas; mi única arma es la pluma. Lo que yo escribo es lo que pienso, porque es lo que soy, y si no dijera la verdad, engañaría a mí mismo. Y aunque no sea mucho para algunos, es algo…, es mucho para mí. Espero que mis escritos queden grabados en el corazón de quien los lee y quién sabe, también de algún político, aunque dudo de su inteligencia.

 

La vida que hoy vivimos es una continua carrera llena de deberes y las relaciones con los demás son difíciles y a veces retorcidas.

No tenemos nunca un segundo para tomar un respiro y pararnos a pensar en nosotros mismos. Vivimos tan deprisa que nos olvidamos con facilidad de nuestra vida. Nunca un momento en el que no nos sintamos en culpa por algo que tendríamos que haber hecho, pero que por una serie de circunstancias no hemos podido hacerlo.

Viajamos por el mundo con un peso dentro de nosotros que no podemos seguir llevando, y a veces, nos sentimos incluso sofocados y no vemos una razón para continuar adelante. No logramos encontrar más el tiempo que llena nuestros instantes de vida, el silencio, la calma tan necesaria y natural, la tranquilidad de la que necesita nuestra alma para entender, para pensar, para intentar dar un valor justo a lo que hacemos.

Nos levantamos por la mañana para ir al trabajo y tras una rápida ducha y un desayuno aún más rápido, salimos de casa mirando el cielo como si llevásemos encima de nuestras espaldas una mochila y dentro de ella el peso de los fardeles del mundo.

Hay días que solo ver que afuera llueve o hace frío es suficiente para hundirse en una tristeza que transmitimos a todos los que nos rodean, como si fueran responsables o culpables de lo que sucede. Como si nosotros dependiéramos del tiempo atmosférico, una simple banalidad nos condiciona hasta el punto de cambiarnos el humor.  Y esa mimada parte de la sociedad que tiene el poder de hacernos la vida más simple y fácil, como los políticos, está compuesta de individuos mezquinos que representan una categoría cada vez más oprimente y patética.

 

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https://elalmapregunta.wordpress.com/2015/02/28/insatisfechos/

 

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viernes, 6 de febrero de 2015

LOS POLITICOS

Paseando por una de las calles más lujosas de Barcelona, llena de tiendas de firmas prestigiosas, vi sentado en el borde de la acera a un niño descalzo, que lloraba pidiendo una moneda. Tenía hambre.

Cada vez que enciendo la televisión veo las caras sonrientes, los abrazos, los aplausos, los apretones de mano de ese gran grupo de personas que gobiernan las naciones y que se hacen llamar políticos. En realidad son hombres ridículos. Payasos que han hecho de la mentira una realidad por sus intereses personales y para tener el culo sobre un cómodo sillón bien acolchado.

El mundo es de los imbéciles, sobre esto no hay duda. Para ser más preciso, debería decir que el mundo está en las manos de los imbéciles. Y no solo por la fuerza dominante de su número que va de año en año creciendo, debido a la desenfrenada ambición por convertirse en alguien, de ser reconocidos por la calle y de verse con cualquier foto en el periódico. Pero también porque la sociedad entera está organizada en base a sus pequeñas y grandes exigencias, siempre muy pretensiosas. Coches lujosos con conductores bien vestidos, guardaespaldas no demasiado inteligentes, casas blindadas con cajas fuertes repletas de dinero, reuniones secretas en lugares idílicos, secretarias que hacen de amantes, hoteles lujosísimos, traslados en aviones privados y miles de fotógrafos que en vez de ignorarlos, los aclaman. Para ofrecerles todo lo que necesitan y para dar una apariencia de una vida llena de compromisos importantes, decisiones revolucionarias, misiones con las que quieren hacer creer cambiar el destino del país que gobiernan, así que cada uno de ellos pueda en cierto modo decir que vale algo.

Estos maestros de la mezquindad, estos genios del pensamiento nulo, estos amantes de las palabras inútiles más que de los hechos concretos, estos parásitos corruptos e insensibles son los políticos. Muchos de ellos son bufones que arrastran su imagen de un programa de televisión a otro sin decir nunca nada en concreto. Una categoría de personas de las que un hombre mínimamente inteligente no se puede fiar. Sus necesidades de éxito y de aprobación pública son prodigiosas. Forma parte de su materia prima para avanzar en la vida, sin la que no funcionan.

Por eso, frecuentemente piensan de modo opuesto y hablan desde dos ángulos diversos de la boca. Por una parte, dicen lo que los ciudadanos quieren escuchar; por la otra, dicen lo que sirve para obtener la aprobación de sus aliados.

¡Les debería de dar vergüenza!

Pero no solo los que detentan el poder absoluto, sino también todos los que los rodean y aspiran con el tiempo a sustituirlos, también ellos, participan en la competición de la imbecilidad. Representan la categoría de los medio hombres chupamedias, parásitos impotentes, sin un pensamiento propio, ausentes de una personalidad propia y sin carácter.

Si estos imbéciles no existieran, no habría dictaduras, guerras, conflictos, corrupción, terrorismo, porque el político singular, aunque dotado de un gran poder de convencimiento, solo, nunca llegaría a hacer nada, dado que su incapacidad individual le impediría tomar decisiones importantes.

De hecho, su fuerza e influencia social deriva de la unión de otros individuos que como ellos son auténticos inútiles. Inútiles para una sociedad que quiere crecer, que quiere progresar, que quiere mejorar, que quiere resolver los problemas de la pobreza, de la injusticia, de la miseria, de la desocupación, del miedo, del sufrimiento, del dolor. Que quiere resolver todos esos problemas que hacen poco digna la vida de cualquier ser humano que con pleno derecho reclama.

No han entendido que no existe una moralidad pública y una moralidad privada. La moralidad es una sola y vale en el mismo modo y de igual medida para todos los seres humanos. Y quien se aprovecha del poder, de la política, de la religión para ganarse sonrisas o aplausos, es una persona mezquina, falsa y deshonesta.

Un derecho, el de la justa moralidad, que no llega a ser mínimamente escuchado de ningún político que como todos, aspira a ser inmortal. No me refiero solo a los jefes del gobierno de las naciones más pobres, más desoladas, más necesitadas por una injusticia y una desigualdad social que premia solo el poder, la corrupción y los capitales.

Pero también en aquellas naciones  donde parece que aparentemente todo vaya bien. Donde viven hombres intocables, idílicos, lejanos de la hipocresía, de la injusticia, de la corrupción…

También ellos forman parte del mismo barro.

Escuchándolos hablar desde la televisión, los periódicos, la radio o en cualquier conferencia, hambrientos de poder y ambiciosos de ser recordados por sus predecesores, prestando atención a los que con convicción afirman, se podría fácilmente deducir que sus pensamientos la mayoría de las veces no tienen origen del cerebro, más bien me atrevería a decir del culo.

Hemos estado 1000 veces en la luna, hemos descubierto qué hay en el fondo del mar, en mitad del universo y si detrás del sol llueve. Los armamentos de cualquier nación podrían hacer frente a siete guerras mundiales, pero su gente hace cola por la calle para poder comer algo.

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miércoles, 14 de enero de 2015


Carta a un desconocido

 

 

 

El teléfono suena; la casa, por arreglar; el frigorífico, vacío. Las amigas sentadas delante de ella escuchan lo que tiene que contar. Su versión de los hechos.

Sus palabras están cargadas de tristeza y de sufrimiento. Las manos le tiemblan y las lágrimas le caen como grandes gotas de agua transformando sus ojos en hornos de fuego.

Extendida en el diván, observando el techo con los ojos exorbitados, rodeada de pensamientos que no la dejan un instante, intenta de encontrar una pizca de fuerza para explicarse cómo sucedieron las cosas.

Parece la escena de una película. La representación de un guión ya escrito. Nada de todo esto. Es solo uno de tantos días que desde hace tiempo se suceden uno detrás del otro. Ella, como otras antes que ella, debe afrontar y aprender a convivir con aquella desilusión que no ha podido evitar.

Saboreando aquellos pocos momentos de felicidad como regalos caídos del cielo, sin nunca apreciarlos suficiente, ya que se reducen a pocos instantes pasajeros. 

Lo único que le pasa por la cabeza es un pensamiento negativo que la lleva a creer que lamentablemente en la vida ninguno puede evitar una desilusión en el amor.

Como si amar fuera un error y por esto a veces se debe pagar un doloroso castigo.

Colmada de ansiedad, decide escribir una carta a un hombre. A uno cualquiera. A un desconocido. Un nombre elegido al azar de la guía telefónica.

Le dirá todo. Cómo se siente, lo que piensa, lo que aún vive dentro de su corazón. Tomará esta carta, la meterá en un sobre y se la enviará.

 

-La puñalada —así empieza su carta— que he recibido no me ha matado. No me ha dejado agonizante. No ha destruido mi orgullo ni aplastado mi dignidad. No…, no, no creer. Esa puñalada ha destruido una parte importante de mi alma.

Ha destruido aquella parte llena de amor con la que soñaba y creía desde lo más profundo de mi corazón. Aquel amor inmenso que yo le daba a él. Mi él. Mi amor más grande.

Pero aquel hombre se ha ido sin mirar atrás. Si me hubiera solamente traicionado…, traicionado con otra mujer, seguramente, por todo el amor que tenía para él lo habría perdonado. Pero el hombre de quien te hablo lo ha hecho mucho peor. Me ha mentido con esa viscosa mezquindad que forma parte de ciertos hombres. Dejándome delante de aquella inevitable realidad que ya no podía cambiar. Inmersa en la tristeza, en la amargura y en la desilusión de haber amado a un hombre que no lo merecía.

 

 

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Carta a un desconoscido


Carta a un desconocido

El teléfono suena; la casa, por arreglar; el frigorífico, vacío. Las amigas sentadas delante de ella escuchan lo que tiene que contar. Su versión de los hechos.

Sus palabras están cargadas de tristeza y de sufrimiento. Las manos le tiemblan y las lágrimas le caen como grandes gotas de agua transformando sus ojos en hornos de fuego.

Extendida en el diván, observando el techo con los ojos exorbitados, rodeada de pensamientos que no la dejan un instante, intenta de encontrar una pizca de fuerza para explicarse cómo sucedieron las cosas.

Parece la escena de una película. La representación de un guión ya escrito. Nada de todo esto. Es solo uno de tantos días que desde hace tiempo se suceden uno detrás del otro. Ella, como otras antes que ella, debe afrontar y aprender a convivir con aquella desilusión que no ha podido evitar.

Saboreando aquellos pocos momentos de felicidad como regalos caídos del cielo, sin nunca apreciarlos suficiente, ya que se reducen a pocos instantes pasajeros. 

Lo único que le pasa por la cabeza es un pensamiento negativo que la lleva a creer que lamentablemente en la vida ninguno puede evitar una desilusión en el amor.

Como si amar fuera un error y por esto a veces se debe pagar un doloroso castigo.

Colmada de ansiedad, decide escribir una carta a un hombre. A uno cualquiera. A un desconocido. Un nombre elegido al azar de la guía telefónica.

Le dirá todo. Cómo se siente, lo que piensa, lo que aún vive dentro de su corazón. Tomará esta carta, la meterá en un sobre y se la enviará.

 

-La puñalada —así empieza su carta— que he recibido no me ha matado. No me ha dejado agonizante. No ha destruido mi orgullo ni aplastado mi dignidad. No…, no, no creer. Esa puñalada ha destruido una parte importante de mi alma.

Ha destruido aquella parte llena de amor con la que soñaba y creía desde lo más profundo de mi corazón. Aquel amor inmenso que yo le daba a él. Mi él. Mi amor más grande.

Pero aquel hombre se ha ido sin mirar atrás. Si me hubiera solamente traicionado…, traicionado con otra mujer, seguramente, por todo el amor que tenía para él lo habría perdonado. Pero el hombre de quien te hablo lo ha hecho mucho peor. Me ha mentido con esa viscosa mezquindad que forma parte de ciertos hombres. Dejándome delante de aquella inevitable realidad que ya no podía cambiar. Inmersa en la tristeza, en la amargura y en la desilusión de haber amado a un hombre que no lo merecía.

 

 

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