Ella,
una notable y conocida abogada, salió del trabajo más tarde de lo habitual.
Caminaba por las antiguas callejuelas de piedras inconexas, con paso rápido y
la mirada dirigida hacia el suelo. Tenía prisa por llegar a casa para tumbarse
en el sofá y degustar la última copa de vino, inmersa en el silencio de la
soledad.
Era
viernes por la noche y la gente llenaba las calles; los bares estaban llenos de
jóvenes que se divertían, bromeaban, bebían. A ella aquel tipo de vida nunca le
había interesado. Robarle horas al sueño lo veía una pérdida de tiempo y de
energía. Por su carácter algo peculiar, arisco, duro y a veces agresivo, no
tenía a nadie que ocupara un lugar en su corazón. Había tenido alguna relación,
pero debido a su manera de ser, nunca había llegado a construir nada.
Últimamente,
la invadían momentos donde se sentía verdaderamente sola. Ese tipo de soledad
que advertimos cuando no tenemos junto a nosotros a alguien que nos ame o, peor
aún, cuando, incluso teniendo a alguien, nos damos cuenta de que somos nosotros
los que no lo amamos y el estar junto a esa persona se reduce a una recíproca
compañía.
Faltaba
ya poco para llegar a casa y notó que en el bar, justo en la esquina de la
calle donde a veces se paraba por las mañanas para tomar un café, estaban
festejando un cumpleaños.
El
bar estaba lleno de jóvenes que, sentados en la acera o de pie delante de la
entrada, con los vasos en la mano, se divertían y reían entre ellos. Haciendo
excepción a sus rigurosas reglas de vida, se dejó seducir por aquellas luces de
color, por aquella música de violín, por aquellos jóvenes que se divertían, por
aquella atmósfera invitante, y decidió entrar en el bar. Hubiera permanecido
solo 10 minutos dentro de sus pensamientos, y no hubiera hecho amistad ni
hablado con nadie. A duras penas, quizá, hubiera saludado rápidamente al
camarero, a quien ya conocía.
Se
hizo espacio entre la gente y tras tener localizado un taburete libre en el
fondo del bar, se sentó y pidió, sin siquiera esbozar una sonrisa, un vaso de
vino tinto.
Al
rato de estar allí sentada inmersa en sus pensamientos con la mirada dirigida
hacia el espejo que colgaba detrás del mostrador, reflejaba su imagen.
En
el taburete de al lado que había quedado libre, después de que el último
pretendiente, vencido por sus rechazos, se había ido a otra parte; un anciano
de cabellos y barba blanca, vestido con ropa simple y modesta, se le acercó y
tomó sitio… justo en el taburete que estaba a su lado.
—
¿Me puedo sentar junto a usted? —le preguntó educadamente y con cierta dulzura
en la voz, como si tuviera el temor de que su modesta presencia pudiera
molestarla.
Al
escuchar aquellas palabras, la señorita se giró hacia él y tras mirarlo con
severidad de pies a cabeza, sin ver sus ojos, con un tono de voz brusco y
distante, le respondió:
—
¡Siéntase donde quiera! El bar no es de mi propiedad y estamos en un país
libre.
Sin
añadir nada más, el anciano tomó el sitio del taburete, pidió su botella de
whisky, se la puso delante y llenó el vaso, y tras el primer sorbo que bebió
con avidez, se giró de nuevo hacia la señorita.
—Perdone…,
no quiero molestarla, pero me pregunto, ¿por qué una señorita tan guapa,
elegante e intuyo que inteligente como usted está sola un viernes noche? Sola y
con una cara más bien triste, diría. ¿Quizá ha tenido un mal día?
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