Un
poco contra mi voluntad me he dejado convencer para ir. En el fondo, estas
reuniones de almas perdidas me despiertan curiosidad y me divierten. Cada uno
de ellos para llamar la atención de otro da una imagen de sí mismo que no se
corresponde. Los hombres se convierten en más serios e interesantes y las
mujeres, en más ingenuas y románticas. A mí me parecen todos pésimos actores.
Cada
uno es como es, con sus valores y sus defectos; si se vende de un modo que no
le pertenece, con el tiempo lo que ha creado artificialmente será destruido
porque está ausente de sustancia.
Mi
amiga, que es una navegante nata en el organizar ciertas fiestas, me ha afirmado
muchas veces que sería una noche excepcional, llena de mujeres interesantes
para conocer. Yo lo he dejado hace tres meses con la que creía que fuera mi gran
amor, al menos lo esperaba. Tras un año de pasión, todo se ha terminado.
—
¡Incompatibilidad de vida! ¡Incompatibilidad de caracteres! —me ha dicho cuando
ha cerrado la puerta al irse—. ¡Somos incompatibles!
¿Qué
significa incompatibilidad de vida?
A
mí me ha sonado inmediatamente como una imbecibilidad colosal, pero mi tentativa
de convencerla para continuar nuestra relación no ha servido para mucho. Se ha
ido corriendo.Yo me he quedado aquí y aún me estoy depurando. Tres meses son
pocos, no para olvidar, sino para superar.
He
llegado puntual, a la hora indicada en la invitación. El sitio es bonito y
acogedor. Me encuentro en un restaurante de moda en el que han puesto dos
largas mesas decoradas y adornadas con todos los detalles, no han dejado nada
al azar.
Me
siento en mi sitio, esperando tener suerte.
Los
sitios están asignados según un criterio específico, alternando los números de
los hombres escritos en azul con los números de las mujeres escritos en rosa.
Aunque
estoy rodeado de gente, no llego a alejarme de mi individualidad. No me alejo
nunca de lo que vive dentro de mi corazón.
Cada
hombre existe en base a lo que siente y recuerda de su vida, y el recuerdo de
ella, hace de dueño en mis pensamientos.
Una
chica con un vestido negro se sienta cerca de mí. Tiene ganas de vivir, de
divertirse, de hablar de todo con todos.
Es
guapa y simpática y los chicos a su alrededor le prestan mucha atención.
Los
argumentos se suceden en el modo más variado, como el vino que nos ofrecen,
primero tinto con la carne, después blanco con el pescado, rosado con los
dulces y para terminar, una copa de cava.
Antes…
si tenías la persona justa junto a ti, un vaso de agua y un bocadillo eran
suficientes para ser felices; hoy…tenemos todo y estamos solos y tristes.
Esta
fiesta me ha cansado, y esta tipa sentada cerca, aunque sea muy atractiva,
también. Quiere ser muy simpática, muy abierta, muy disponible, muy accesible,
tiene siempre algo que decir. ¡Demasiado!
Aunque
admiro y me gusta la vivacidad intelectual, no me gustan las mujeres muy
abiertas, muy expansivas, muy disponible, el “muy” no va conmigo. No te hacen
sentir exclusivo. Parece que para ellas, todo puede ser sustituido fácilmente. No puedes decir a todos lo que piensas ni
tampoco lo que haces, y aún menos como eres. Es como exponer la propia vida en
una plaza. Difícil de soportar a la larga una mujer así, para uno como yo que
en las mujeres le gusta el misterio, la discreción, el dulce temor, el juego de
miradas.
Es
casi hora de irse, tres horas de continuas gilipolleces son suficientes para destruir
a cualquiera. Me pregunto siempre por qué el mundo está lleno de gente así,
poco interesante para conocer. Su miedo no es el miedo a la nada, sino el miedo
de existir, de pasar de un instante a otro. Por esto, su existencia es
discutible.
Esbozando
una embarazosa y falsa sonrisa a los chicos sentados junto a mí, me levanto.
—No
eres un tipo que hablo mucho, ¿verdad? —me dice la chica a mi lado casi para
despertarme de un pensamiento del que no encontraba vía de escape.
No
tengo ganas de explicar a nadie el porqué hago una cosa y aún menos
justificarme del porqué la hago.
—No,
no es así, solo es que estoy un poco cansado —le respondo con la primera excusa
penosa que me ha venido a la mente—. Prefiero irme a casa a dormir, mañana por
la mañana tengo muchas cosas que hacer.
—
¡Pero mañana es domingo! —me dice sorprendida.
—El
domingo para mí es un día importante, lo dedico a escribir.
—Si
te apetece me voy contigo. No hemos tenido mucho tiempo para hablar esta noche.
Me gustaría leer algo de lo que escribes.
—Es
verdad, no hemos tenido mucho tiempo para hablar, estabas muy ocupada
haciéndolo con otros.
—
¿Tienes en casa algo para tomar? —me pregunta.
—Solo
tengo vino blanco, afrutado, frío, ¿te gusta?
—Por
mí, perfecto; el blanco es el vino que prefiero.
Se
ha levantado muy temprano esta mañana.
Yo
aún tengo sueño, pero por no dejarla sola, me levanto y desayunamos juntos.
No
habla, quizá no tiene ganas de hacerlo porque está comiendo o quizá porque es
aún temprano, o con muchas probabilidades porque no tiene nada que decir. Ayer
por la noche en la fiesta ha agotado los argumentos. No ha estado callada ni un
minuto.
Sentado
delante de ella, la observo en silencio.
Tiene
una expresión distinta de la que tenía ayer por la noche; parece más relajada,
más serena, más calmada, osaría decir que tiene un aire feliz.
Me
parece aún más hermosa, más auténtica, más ella. Comienza casi a gustarme.
Está
untando el resto de una mermelada de frambuesas en una rebanada de pan muy
tostada. Yo giro la cucharilla lentamente en el interior de una taza con café.
Es
un movimiento al que le dedico tiempo por las mañanas cuando me levanto, porque
me permite pensar. Mezcla y reorganiza mis razonamientos cansados e
irracionales de la noche pasada. El café, con su aroma, me despierta el alma,
hace que todo comience a moverse dentro de mí en el sentido justo, siguiendo un
orden ya preestablecido, como un reloj. También el ruido que hace la cucharilla
golpeando los laterales de la taza me llega como un ritmo musical.
Es
difícil capturar su mirada. Intento romper esa barrera de silencio un poco engorroso,
hablando de cosas banales.
—Nunca
he entendido por qué las mujeres tienen siempre que recitar las partes. Hacen
algo y luego se arrepienten tras haberlo hecho y entonces comienzan a hacerse
las difíciles.
Ella
levanta los ojos y me mira sin mucho interés, pero no dice nada. Continúa
comiendo su mermelada de frambuesas, dirigiendo la mirada fuera de la ventana.
Quisiera
solo una seña de diálogo, cualquier argumento me iría bien, pero no conseguimos
encontrar ni siquiera uno.
El
cielo comienza a hacer su trabajo como cada día, las nubes pasan lentas y
altas, quizá comenzará a llover.
Ella
tiene la cara un poco cansada. Tantas aventuras nocturnas justifican sus ojos un
poco hinchados. Me dice que se ha cortado el pelo hace pocos días. Lo ha hecho
porque, también ella prisionera de sus pensamientos, quería olvidar.
Me
he equivocado en juzgarla tan rápidamente; a veces debemos darnos tiempo antes
de expresar una opinión.
He
escuchado decir que una mujer cuando se corta los pelos, como cuando se los
cambia de color, quiere comenzar un cambio en su vida.
Se
levanta y, sin decir una palabra, entra en el baño. Se da una ducha exagerada,
lo percibo del agua que cae como si estuviera bajo una cascada. Sale aún
húmeda, se viste rápidamente sin mirarme y guiñándome un ojo y se va, así como
ha venido. Ni siquiera me ha dicho adiós.
Yo
no me acuerdo tampoco de su nombre, ni de ella.
Todo
ha pasado tan rápidamente que no me ha dado tiempo de asimilarlo.
Esta
es la diferencia entre sexo y amor: el sexo vacía, el amor rellena. Pero pienso
que es justo vivir también así; sin pensar demasiado y sin demasiadas
complicaciones. Dejarse un poco transportar por el momento.
Le
he gustado, ha querido follarme y basta, nada más.
Nada
de implicaciones mentales, programas de futuro, nada de todo esto. “Carpediem”,
se vive el momento y adiós.
De
todas formas, las mujeres son complicadas.
Antes...
te despertabas en una habitación con una cama y una ventana, desayunabas con
algunas galletas y un poco de leche fría del día anterior y se quedaban contigo
en casa, bajo las sábanas, hablando, haciendo el amor, riendo. No querían irse.
Después
de una noche pasada juntos, tú te convertías en su prioridad.
Hoy...
tenemos que hacer frente a los súper apartamentos ultramodernos, dotados de
todos los accesorios y amueblados de diseño. Televisión 2000 pulgadas para
ver las películas como en el cine, radiodifusión por toda la casa, estéreo para
escuchar toda la música posible, ordenador, móviles, Ipad, walkman y tantos otros accesorios que te ayudan a no comunicarte y
a aislarte.
Uno
está allí, con una mujer una noche entera haciendo el amor como un loco, entre
abrazos y suspiros, gritos y palabras dulces. Y después, por la mañana, cuando ella se
levanta, lo primero que hace es encender la televisión para ver a qué hora dan
su serie televisiva preferida, o va al baño con la música a todo volumen, o
enciende el móvil para ver los mensajes de las amigas.
O…
tendida en la cama antes de darte el beso de buenos días, enciende su Ipad para
escuchar la música de su cantante preferido y se pone los auriculares.
Estamos
todos locos, enfermos, frenéticos, esclavos de una sociedad superficial,
dirigida por unos pocos listillo que les va bien que no haya una verdadera
unión. De hecho, las relaciones de amor se debilitan con facilidad.
Desayunamos
con capuchino, café, té, infusiones, la mermelada de moras, de manzana, la
fruta fresca, los bizcochos de chocolate, los huevos duros con jamón, zumos de
naranja, pan tostado, mantequilla, chocolate, muesly, alubias y salchichas.
Estamos
tan preocupado comiendo, con la cabeza pendiente encima de la mesa, que no
tenemos ni siquiera el tiempo de mirar a los ojos a la persona que se ha
levantado con nosotros. Dos perfectos desconocidos.
La
mayor parte de las parejas están formadas por desconocidos que están juntos
para hacer algo, para hacerse compañía, para vivir el amor como un ritual, o
simplemente porque solos se aburren. Es todo tan rápido, complicado, frío,
superficial, desprovisto de alma, de intensidad, de profundidad, de algo que
tenga más contenido que me pregunto en qué se ha convertido el amor.
La
cucharilla ha dejado de girar y el café se ha enfriado, tendré que levantarme a
prepararme otro. El café debe estar caliente como el infierno, negro como el
diablo, puro como un ángel y dulce como el amor.
Antes,
en Nápoles, en Italia, en el barrio Sanità, cuando uno era feliz porque algo le
había ido bien, en vez de pagar un café pagaba dos y dejaba el segundo café ya
pagado para el próximo cliente.
El
gesto se llamaba -el café suspendido-. Después, de vez en cuando, se asomaba un
pobre para preguntar si había un “suspendido”. Era un modo como otro de ofrecer
un café a quien no podía pagarlo.
Desde
la ventana abierta entra el ruido de la ciudad que se ha puesto en marcha y me
empuja a actuar.
Pero
no tengo ganas de hacer nada.
Ruido
del tráfico, gente que grita, discute, se enfada, la acostumbrada escena de
todos los días, el caos.
Mientras
me preparo otro café, pienso que vivimos en un mundo sin amor.
Condicionados
por la banalidad y nos olvidamos de las cosas importantes.
El
cielo ha escuchado mis palabras y se ha oscurecido. Las nubes antes altas,
ahora han desaparecido. Dentro de poco comenzará a llover. No tengo ganas de mezclarme
entre la gente, pienso que sea mejor volver a la cama y regalar este día a mis
pensamientos.
Estar
inmóviles, debajo de las mantas sin hacer nada, solo pensar. Pensar es
necesario...aparte el domingo, claro.
Y
el alma pregunta.