viernes, 14 de marzo de 2014

El sueño

El sueño. Hoy es un gran día. He decidido hacer algo grande. Verdaderamente grande. Quiero ser recordado por todos los que vendrán después de mí. Entrar a formar parte de la historia siempre ha sido mi sueño más ambicioso. Me llamo Ermenegildo Baccetti di Sosa. Mi madre no ha querido nunca renunciar a su apellido de origen portugués. Mi padre, como Baccetti, era de origen italiano. Común, simple y un poco banal, como lo soy yo. Tengo 50 años, todos pueden verlo. Mi vida ha sido solo trabajo, trabajo, trabajo. Mi padre decía que el trabajo ennoblece al hombre. Yo siempre he pensado que lo vuelve esclavo. No estoy casado. No tengo hijos desparramados por el mundo. Y, a veces, con un poco de suerte, encuentro alguna mujer que quiere pasar algún tiempo conmigo. Pero después también ella se va. Sexualmente nunca he sido aquel que se define un superdotado, es más, quizá, ni siquiera estoy sobre la media. De todas formas, siempre me he defendido y ninguna mujer se ha quejado. No soy guapo, diría que más bien soy feúcho. Pequeño, gordito y muy peludo. El típico tipo que las mujeres evitan. Llegué a la quinta elemental y después, dejé los estudios, no por que no quisiera continuar, sino porque los profesores afirmaban que no era muy inteligente, y mis padres se dejaron convencer. De hecho, no he llegado a nada en la vida. Bueno…, a nada, no es cierto. Soy el hombre de la limpieza de un edificio de 55 plantas. Casi todos, oficinas de grandes empresas, consultores financieros, abogados famosos, empresas de comunicación y bancos. Hay al menos dos bancos a nivel mundial que han instalado una sede en este rascacielos. Para quien no lo sepa, me encuentro en Nueva York. Al menos 15 000 personas trabajan en estas oficinas. Otras muchas, o quizás muchas más, vienen diariamente a hacer negocios. He intentado contarlas, pero siempre pierdo fácilmente la cuenta. Durante el día, residen por trabajo las personas más importantes, más inteligentes, más preparadas, más guapas y las mejores vestidas y educadas del país. Los que cuentan. Los que vienen de las mejores, buenas y ricas familias burguesas de la ciudad. Aquellos que como le digo a mi amigo Ernesto, no comen para no ir al baño y darse cuenta de que son como yo, porque hacen las mismas cosas que hago yo. El más pobre de estos genios, el más desgraciado de ellos, gana en un mes lo que yo haciendo extraordinarios, incluido el fin de semana, llego de mala manera a ganar en un año. Diez años de mi vida por un año de la de ellos. Aunque mi vida no es gran cosa, le tengo un cierto cariño y para mí algo vale. Pero yo, Ermenegildo Baccetti di Sosa, nunca he aspirado a ser uno de ellos, es más, me importa un comino. Al ver cómo y dónde vivo, no se entiende el porqué de mi rechazo. Preciso que no soy comunista y no rechazo el capitalismo. Para mí, cada uno puede hacer lo que quiera; si es feliz, a mí me va bien; si no lo es, me va igual de bien. No quiero ser como las chinches pegadas a los escritorios, solo por un sentido de la libertad, nada más. Todos en la vida creen ser libres, pero en realidad, son esclavos. Ellos, en las grandes oficinas se mueven obedientes, respondiendo a los sí y a los no que les imponen otros que son considerados más inteligentes. Vestidos elegantemente, con el cabello bien peinado, perfumados como un campo de jazmines, deben estar constantemente atentos a la opinión de los demás. Para reconocerse, llevan un cartel colgado al cuello con una cadenita, un cartel con su nombre escrito. Cuando van al baño, leyendo el cartel en el espejo, se acuerdan de cómo se llaman, quiénes son y, quizás, alguno también de dónde viene. Nunca están solos, porque no saben estar solos. Piensan que la soledad sea una debilidad y han hecho de la imbecibilidad una fuerza colectiva. No han probado nunca el placer de pensar, porque pensar significaría hacer un esfuerzo y el único esfuerzo que están dispuestos a hacer es cuando van a jugar al Padel al club social. Los horarios de trabajo, que siguen escrupulosamente, se los imponen, como los alimentos que durante el descanso pueden ingerir en el restaurante que se encuentra en la planta 20. No van para comer esas pastillas rellenas de hormonas, van para que los vean. Lo comprendo desde sus ojos que me observan envidiosos cuando ven mi bocadillo hecho en casa, relleno de jamón, de queso de oveja y una bonita botella de vino tinto que me acompaña. Ellos beben agua para poder concentrarse en el trabajo. Nunca tienen tiempo. El amor, se reduce a simple conveniencia. Todo está perfectamente organizado y pensado para que la sociedad avance y las cosas funcionen, las empresas continúen creciendo y los hombres a ser siempre más infelices e insatisfechos. También cuando terminan de trabajar, las preocupaciones se las llevan a casa. Y durante la noche, antes de dormir, le concilian el sueño. También porque, dicho entre nosotros, no hay ninguno que folle. Tienen mujeres guapas, elegantes, florecientes y con unas ganas de ser folladas que se les ve en los ojos. Podrían casi pintarlas en un muro. Pero ellos, esclavos de la sociedad, piensan en los negocios y los negocios no se las ponen bastantes duras. Después de 10 minutos los encuentras tumbados, con los brazos estirados y las piernas separadas, jadeando y mirando al techo. Me parece verlos. Son esclavos de un mecanismo que los sostiene y les vende la ilusión de ser partícipes de alguna cosa importante, que realmente no es nada. Se olvidan de vivir y de aprovechar el tiempo que se desliza silencioso sin dar a ninguno la posibilidad de recuperarlo. Serán todos olvidados como granitos de arena esparcidos por el viento quién sabe dónde. Incluso el «buenos días» que algunos me dan por las mañanas cuando nos encontramos en el ascensor, está pobre de vida, de fuerza, de pasión. Yo también tengo mi oficina en el edificio. En el subterráneo, con vistas al aparcamiento donde cada día aparcan sus bonitos y brillantes coches, siempre nuevos, sin un solo arañazo, sin polvo, sin alma. Plástico japonés sin personalidad. Todos iguales. Como igual son también sus sueños, sus deseos, sus ilusiones. Yo, por el contrario, tengo a mi Carolina. Un Fiat 500 del 50 celeste claro con los asientos cubiertos por una piel de cordero. Nunca me ha dejado tirado. Cuando todos se van y me quedo solo, invito clandestinamente, después de las 20.00h, a alguna amiga que trabaja en la acera de enfrente, y por 20 dólares me hace feliz. Un agradable somnífero que tomo 3 veces a la semana. Durante el día me muevo libremente por las 55 plantas del edificio. Me necesitan para avanzar. Todos dependen de mí. El café cae al suelo, el escritorio no está bien limpio, el tubo del baño se atasca, la ventana no cierra bien, falta el papel higiénico. Todas estas pequeñas cosas son importantísimas para avanzar y funcionar. Necesitan al bedel Ermenegildo Baccetti di Sosa para que las resuelva. De otra manera, el mecanismo se interrumpe. Cuando atravieso los pasillos me miran sin prestarme atención, pero, los más inteligentes ríen irónicamente porque han entendido quién manda. Aunque sean bien pagados no lo son nunca lo suficiente, visto que pierden la alegría de vivir por un simple problema. En definitiva, ser feliz no significa hacer lo que se quiere, sino poder elegir hacer lo que se quiere. Pero ellos no pueden permitirse esta elección. Esta elección es un lujo. En Navidad recibo regalos de muchos de ellos, un panettone, una botella de vino y una caja de bombones. No hay ninguno con un poco de fantasía. Lo que me regalan en un día, me basta para sobrevivir todo el año. Los sábados y los domingos soy el dueño del edificio. Al mar, en verano; a la montaña, en invierno y dejan vacía la ciudad que no han tenido ni siquiera el tiempo de ver ni de conocer, aunque hayan nacido en ella. Vacía como un desierto. En la planta 55 hay una terraza desde la que se puede ver toda la ciudad de Nueva York. A veces salgo, preparo una tumbona, me enciendo un cigarro, abro una botella de ron cubano y me relajo observando el panorama. Por la noche es maravilloso. A veces pienso, solo alguna vez, con mucha fatiga, pero a veces pienso…, digamos que lo intento. Y pienso lo afortunado que soy de estar allí. Un privilegiado. Hoy el privilegio no es estar en medio de los otros, sino el asegurarse que otras personas no te contaminen. Yo, por el contrario, no tengo que seguir las órdenes de nadie, solo mi buen sentido. Hoy mi buen sentido me dice que ha llegado el momento de dar el gran salto y hacer algo importante, grande. Ayer por la noche soñé que habría podido volar con todo el edificio hacia la luna e instalarme allí solo para ver el mundo debajo de mí. El edificio con los motores instalados en el subterráneo me empujaba con fuerza hacia lo alto. Y yo, sentando en la terraza, lo conducía como un piloto conduce un avión. Me desperté durante la noche y llamé a Ernesto, otro privilegiado como yo que trabaja en el edificio delante del mío, donde tiene sede uno de los periódicos más famosos del mundo, el New York Times. Ernesto trabaja para millones y millones de personas que cada día leen aquel periódico. Lo desperté y le comuniqué mi idea. Solo en parte, cierto, no quería que por envidia o celos se me adelantara. Ernesto me confesó que también él, un día, quería ir a la luna, pero no sabía cómo hacerlo. Ernesto conoce personalmente al jefe absoluto y supremo de la redacción.Se llama Jordi y es de Murcia. Lo ve todos los días, siempre sobre las 11 de la mañana, cuando va a destaparle el váter. No obstante, es uno de los hombres más importantes de Nueva York y calcula a la perfección los balances de su empresa, pero, todavía, no ha conseguido calcular exactamente cuánto papel higiénico tiene que utilizar para limpiarse bien el culo. Quizá, pensándolo bien, no es muy inteligente o quizá tiene un culo muy grande. Esta mañana he preparado la maleta y he metido todo lo necesario para hacer este viaje. Lo que no he conseguido encontrar, lo compraré en alguna tienda de allí arriba, de hecho, he cogido mis ahorros para realizar compras. Antes de comenzar el trabajo quedé con Ernesto para tomar un café y le he pedido que entregue un sobre con una carta, escrita de mi parte al director de su periódico. A Jordi de Murcia. Cogiéndolo por el brazo, como se coge a un amigo al que se le quiere confiar un gran secreto, le he dicho: ―Ernesto, quisiera que tu jefe leyese mi carta y quizá la publique en el periódico. ―Pero tú estás loco ―me responde Ernesto―. ¿Crees que tu carta le puede interesar a alguien? Si apenas sabes hablar, ahora, ¿qué haces, te pones también a escribir? Amigo, eres más tonto que una guitarra sin cuerdas. ―Pero ¿no entiendes que haré algo grande, importante y único? Ermenegildo Baccetti di Sosa, un simple bedel, ha descubierto el modo de volar a la luna. Esta carta guarda un secreto. Un gran secreto. ¿No lo entiendes? Podremos conseguir ser millonarios. ―Pero eres tonto. Estás loco como un caballo. ―Más tarde sabrás mi secreto. Y entenderás que no estoy loco. Pero, no irte de la oficina hasta que tu jefe no lea la carta. Me lo tienes que prometer. Lo tienes que llevar delante de la ventana principal para que pueda ver el espectáculo. ―Está bien, está bien ―me responde incrédulo―. Te lo prometo, palabra de amigo. Le daré la carta delante de la ventana desde la que se ve tu edificio. No obstante Ernesto es un curioso, lo he hecho jurar que no abrirá el sobre. He llegado antes al trabajo y he esperado al menos una hora a que todo el edificio se llene de esclavos. En 10, 15 minutos, Ernesto entrega la carta escrita por mí a su director del New York. Me acuerdo perfectamente de las palabras que he escrito. Me gustaría ver la cara de Ernesto al escucharlas. «Distinguido director: A usted, que es una persona importante e inteligente, tan inteligente que parece bello, quiero comunicarle mi secreto, el cual me hará una persona importante e inteligente como usted. Me llamo Ermenegildo Baccetti di Sosa. Soy el bedel de aquel edificio de 55 plantas de color amarillo claro que puede ver desde la ventana de su oficina. Trabajo desde hace 40 años. Hoy es mi cumpleaños. Cumplo 50 años. Quiero festejarlo en la luna. Este es mi sueño. Siempre ha sido mi sueño. En este momento faltan solo 2 minutos para que mi sueño se haga realidad. En la maleta que he dejado en el subterráneo, he dispuesto con cuidado 20 kilos de nitroglicerina. Quien me la vendió me aseguró que se podría hacer volar por el aire una montaña alta de 300 metros con un diámetro de 2 kilómetros, como se tira un puñado de confeti al aire. ―Si quieres volar a la luna, esto es lo que necesitas ―me ha dicho un gran experto. He gastado el sueldo de un año para realizar mi sueño. Le ruego que publique mi carta, me daría mucho gusto saber que otros quieren seguir mi ejemplo. Firmado en mayúsculas… Ermenegildo Baccetti de Sosa. El director se asoma a la ventana y asiste a la escena sin decir una palabra. Un gran estruendo y el edificio cae al suelo como mantequilla al sol. El director, incrédulo, se gira hacia Ernesto y lo mira en silencio. Ernesto, para romper el silencio, alude con una sonrisa a un pequeño discurso. ―De todas formas, mi amigo Ermenegildo se ha confundido. Pensaba volar en alto como un avión hacia la luna, por el contrario ha caído abajo como una piedra. Quizá no lo ha calculado bien. Esta tarde lo llamaré y le diré que algo no ha funcionado. Y el alma pregunta.