lunes, 22 de julio de 2013

Era ella.

Hoy ha sido un día triste, lluvioso, sin luz. Ha sido justo la lluvia la que ha cambiado mi vida o, mejor dicho, la ha transformado.
Cruzando la calle no me he dado cuenta de que el semáforo estaba en verde. Un coche a toda velocidad no ha frenado a tiempo y me ha golpeado de lleno, haciéndome saltar por lo aires. Con aquella lluvia no ha podido verme y no ha tenido tiempo de frenar.
Nunca hubiera pensado que unas simples gotas de agua, en el momento en que se hubieran unido en mi contra, habrían cambiado el curso de mi vida.
Me veo obligado a admitir que los acontecimientos casuales tienen una voluntad más fuerte que la mía.
Nadie tiene la posibilidad de calcular o de impedir que suceda cualquier cosa en un futuro inmediato.
Después de toda la ceremonia que normalmente se hace cuando alguien muere, veo que me están metiendo dentro de un agujero de aproximadamente unos tres metros de profundidad.
Con toda aquella tierra que me tiran encima será difícil salir de allí. Nunca he entendido porque tiran tanta tierra. A lo mejor tienen verdaderamente miedo de que alguien se lo piense mejor y vuelva a la vida.
Es cierto que tener que aceptar este destino no me convence mucho. No siento que haya llegado el momento de morir, quiero decir, de irme así, de esta manera, sin ni siquiera haber avisado a mis seres queridos.
La muerte tendría al menos que tener la picardía de avisarte unos días antes.
Decido hacer algo para cambiar esta situación precaria.
En vez de quedarme allí, tranquilo, con el alma en paz como hacen todos aquellos que aceptan su destino, intento tener un comportamiento diferente para ver lo que pasa.
De hecho, al cabo de pocas horas de haber estado golpeando y gritando muy fuerte, la muerte ha venido a verme, molesta por tanto alboroto.
Tengo que decir que no era tan fea como la había imaginado, mejor dicho, tenía su encanto.
Si existen muchos ángeles y cada uno tiene el suyo, existen también muchas muertes y cada uno tiene la suya, la que me había tocado a mi era abierta, comprensiva y dispuesta a dialogar.
Ella tenía sus motivos: que había llegado el momento; que el destino escrito de antemano no se podía cambiar y que tarde o temprano llega a todos.
Pero yo tenía los míos: que era demasiado pronto para irme, ya que aún amaba la vida; que no era justo morir de aquella manera; que aún tenía muchas cosas que hacer pero, sobre todo (y esta fue la frase ganadora que hizo enternecer a la muerte) que no podía irme de este mundo sin antes haber encontrado la cosa más importante de la vida: el amor.
La manera en que la mayor parte de los hombres se toma la vida es sólo un pretexto, una manera como otra de escapar del objetivo principal que es vivirla. Esto deriva principalmente por la ignorancia y por la incapacidad de entenderla.
No todos tienen la posibilidad de dialogar con la propia muerte y de convencerla a que les conceda alternativas.
Si en vida me hubiera comportado mal y hubiera hecho sufrir a mucha gente, seguramente no hubiera tenido la posibilidad de llegar a un acuerdo: me habría encontrado una muerte dura, sorda e inflexible a mis ofertas.
Después de casi tres largos días de dialogar sin cesar, la muerte me concedió una alternativa…sólo una tentativa  de ganar tiempo antes del silencio eterno.
Me habría dado la posibilidad de ser invisible durante un año y luego tendría que conformarme con lo que venía después: la muerte eterna.
Pero yo también puse condiciones que ella, comprensiva, aceptó sin replicas: Que pudiera ver a los otros invisibles que como yo habían conseguido llegar a un acuerdo con la propia muerte.
Eran justo los invisibles los que me interesaban. Sabía que entre ellos encontraría a alguien de mi familia, a algunos de mis amigos y, a lo mejor, también a alguien que nunca había encontrado.
De hecho, todo fue como lo había previsto. Encontré a algunos de mis familiares felices y contentos de volverme a ver. Después de haber pasado un rato con ellos, fui a ver a viejos amigos y vi que algunos de ellos no habían cambiado en absoluto.
Celebramos el acontecimiento abriendo botellas de buen vino, cenando en los mejores restaurantes y bailando hasta la madrugada en discotecas de moda.
Con todo este ceremonial, perdí casi seis meses de mi tiempo y decidí que había llegado el momento de buscar aquello que en vida nunca había encontrado: el amor.
Era muy difícil. Las calles y las plazas de todas las ciudades estaban llenas de invisibles. Había tantos que a veces, cuando regresaba a mi tumba cansado de tanto caminar, me costaba dormirme.
Pero lo que más me picaba la curiosidad era que detrás de cada ser vivo había, al menos, dos o tres invisibles que estaban todo el tiempo junto a él. Lo seguían a cada rincón. Incluso por la noche cuando dormía, estaban allí a su lado, sentados, esperando en silencio el amanecer.
La única manera de hacerlos desaparecer era que el ser vivo se olvidara de ellos. Cuando esto pasaba, el invisible desaparecía y, por consiguiente, moría olvidado en su tumba.
Con los jóvenes era posible, se olvidan de todo con mucha facilidad y por esto  el mundo va mal, pero con los ancianos era imposible, no se olvidan de nada ni de nadie.
Por esta razón, a menudo, un viejecito de apariencia normal e insignificante, le seguía una larga cola de invisibles, toda gente que en la vida de aquel hombre había sido importante para él o él para ésta.
Y de esta manera, dando vueltas por el mundo buscando aquel bien precioso, pasaron otros tres meses.
No tenía casi tiempo, me quedaban sólo 90 días y después tendría que volver a mi sitio, a mi tumba, en el silencio eterno. Tenía que tener el alma en paz y aceptar mi destino tristemente.
Pero las cosas que son para ti gravitan con fuerza hacia ti y, aquello que es tuyo, nada ni nadie te lo puede robar, ni siquiera la muerte.
Y un día mientras paseaba sólo por París, por el barrio del Marais, que en vida he visitado numerosas veces, pasó algo insólito.
En medio de la multitud formada por personajes vivos que corrían sin aliento de un lado para otro, cada uno con su vida y sus prioridades seguidos por miles invisibles, vi salir del metro por sorpresa a un alma sola que, con paso lento, semejante distraído y una dulzura poco común en sus movimientos, se sentó en un banco debajo de los árboles.
Aquella maravillosa criatura llamó tanto mi atención que me acerqué a ella para saber quién era y para ver mejor su cara. Aquella alma invisible era tan hermosa que me cortaba la respiración. Nunca había visto en vida a una mujer tan guapa como aquella.
El encuentro entre un hombre y una mujer desconocidos a si mismos,  es uno de los momentos más mágicos que la vida nos depara.
Supe… des del primer momento, por la magia que se había creado entre los dos, que había conseguido encontrar, por casualidad, aquello que en vida había estado buscando por todo el mundo: mi media naranja.
Supe… que por el tipo de vida que había llevado y por el comportamiento que había tenido con el mundo, me había alejado de ella.
En vida, nuestros caminos habían viajado en trenes en dirección opuesta, sin posibilidad alguna de encontrarse.
Supe… que para amar hace falta tener el coraje de equivocarse, la voluntad de estar presentes, la responsabilidad de escoger y vencer el miedo que a veces nos bloquea y no nos deja sentir.
Comprendí… la importancia que tiene el amor, amar y ser amado y construir algo juntos que va más allá de la muerte.Yo me hubiera ido sin dejar ningún recuerdo a nadie, sin dejar ninguna señal de mi existencia. Había vivido sólo para mí, y vivir solamente para uno mismo es insignificante.
Si nos hubiéramos encontrado antes, nuestras vidas hubieran sido diferentes y, por consiguiente, nuestras muertes.
Faltaba sólo un mes para volver a la tumba y ser olvidado.
Sólo a ella, allí delante, sentada en aquel banco, mirándome con sus ojazos azules y profundos como el océano, yo le importaba algo.
No la quería perder, ni dejarla sola, ni separarme de ella. No había conseguido encontrarla en vida porque no había tenido el valor de emprender un camino junto a una mujer. La había encontrado en la muerte y no quería renunciar a ella. Llamé a la muerte y le rogué de rodillas y con lágrimas en los ojos, que me diera una prorroga de otros seis meses. Fue un no rotundo y no aceptó ninguna de mis propuestas. Los grandes amores no se pueden planear, ni calcular, ni racionalizar. Los grandes amores se tienen que sentir y vivir con coraje y en el vivirlos día tras día, se van construyendo y se hacen más fuertes.
Muchas veces la razón se encuentra lejos del corazón y como todo en la vida, todo es verdad y todo es relativo ya que nadie es capaz de apostar por el futuro.
En aquel mes que me quedaba, nos quisimos como nadie lo había hecho antes y nos llenábamos de tanto amor que cualquier lugar nos quedaba pequeño.
Cada momento estaba lleno de amor, de ternura, de dulzura. Todo a nuestro alrededor era maravilloso porque aquello que estábamos viviendo era maravilloso.
Pero un mes pasa deprisa y una hora antes de que el tiempo acordado caducara, la muerte se presentó puntual y silenciosa invitándome a seguirla.
Su expresión era triste y melancólica, diferente a la de otras veces.
Esta vez el trabajo que tenía que hacer era duro y difícil.
Tenía que separar a dos almas gemelas que se habían encontrado y que se habrían amado toda la eternidad.
En cambio, dentro de mi, a diferencia de la primera vez, no sentía ni tristeza ni rebelión alguna al tener que aceptar lo que estaba por suceder.
La seguí sonriente y satisfecho, orgulloso de aquello que había vivido, feliz de haber encontrado y vivido un gran amor. Y cuando me encontré solo en la oscuridad, en el silencio de mi tumba, antes de dormirme, pensaba en ella, en sus besos, en sus abrazos, en su amor, y fue ahí que comprendí que se puede morir en paz sólo después de haber amado tanto.
Cerré los ojos y me dormí con su cara dentro de mi corazón.
Y el alma pregunta.






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