Seguimos nuestro largo paseo nocturno, hablando de
todo un poco, hasta llegar al parque de la Ciudadela. No había nadie en la
calle y se había levantado un poco de viento que le despeinaba el pelo
cubriéndole la cara. Atravesamos el Paseo Picasso para recorrer en silencio,
cogidos de la mano, aquel misterioso camino cubierto por grandes arcos de
piedra y bordeado de viejas tiendas que vendían durante el día, cítricos y
frutos secos. Así llegamos hasta el «Aire de Barcelona». Un gran espacio de 300
metros cuadrados excavado en el subsuelo de un edificio colonial donde habían
construidos unos baños árabes. Un gran Hamann, formado por un circuito de siete
piscinas con diferentes temperaturas de agua.
—Entremos, venga…—le dije cogiéndola de la mano y
tirando de ella tras de mí – Vamos a darnos un baño caliente y un masaje
relajante. Venga…ven. 43
— ¿Cómo? – Me preguntó maravillada – ¿Pero dónde?
Son las doce de la noche. ¿Pero qué quieres hacer?
—No te preocupes, cierran a las 1:30h. A lo mejor
hay sitio todavía, y nos dejan entrar —le dije para animarla y vencer su duda.
—Pero yo no tengo bañador.
—No importa, yo tampoco. Con la oscuridad del sitio
no se darán cuenta de nada. Y, además…un bañador no es muy diferente de la ropa
interior ¿No?
Efectivamente, no se dieron cuenta de nada. El
espacio termal estaba extrañamente desierto. Una vez comprada la entrada, nos
dieron los albornoces blancos correspondientes y las zapatillas de plástico
blancas para entrar en el agua. Tras gustar una taza de té caliente de frutas,
«cortesía de la casa» nos aventuramos a descubrir el lugar. Uno se perdía entre
aquellas paredes perfectamente restauradas, hechas de ladrillo antiguo.
Entramos en la piscina de agua caliente, después en la de agua fría, en la
tibia, en la bañera de agua dulce y la de agua salada. Y después…fue el momento
de entrar en la bañera de hidromasaje que estaba deliberadamente iluminada solo
con la luz de una vela, dado que estaba construida en una hondonada más baja
que las otras piscinas. Los chorros de agua, que salían con violencia de los
orificios laterales y del suelo de la piscina, le quitaron el sujetador.
Martina no se dio cuenta.
Sus senos, bellos, redondos, jóvenes, no tenían
necesidad de ningún sostén. Flotaban en la superficie como dos pequeños globos.
El miembro se me puso duro, no duro, durísimo. Parecía que quisiese salir de
mis calzoncillos. Estaba tan excitado con la visión de aquella carne joven y
deseosa de sexo, que me la tocaba bajo el agua. Si no hubiese estado el
vigilante, me la habría follado. Moviéndome en el agua, me acerqué aún más a
ella e hice que lo sintiera apoyándoselo levemente por detrás. Martina me miró,
pero no dijo nada. Aquellos ojos, aquella mirada, fue un tácito acuerdo de lo
que más tarde habría ocurrido entre nosotros si hubiésemos seguido viéndonos. A
pesar del gran feeling que había entre nosotros, seguía pensando que era
demasiado joven para mí. Y aquella idea no me abandonada ni un instante. Cuando
volvimos a casa, a altas horas de la noche, me despedí dándole un beso inocente
en la mejilla. Pero, antes de entrar en mi apartamento, me agarró de una mano y
con una sonrisa me dijo…
—Gracias de
verdad Samuel. He pasado una noche fantástica. Espero pasar más momentos como
este junto a ti.
—Martina…—le respondí —no me tienes que dar las
gracias, no te he hecho ningún favor. Y, además, yo también he estado muy bien
contigo.
Cerré la puerta y me metí en la cama. Pensé que
hubiese sido una noche aislada y que no repetiríamos el juego. Me equivocaba.
En contra de mi profética previsión, las salidas a cenar se repitieron varias
veces más, hasta que ocurrió aquello que temía.
He entendido que la felicidad no consiste en
encontrar a alguien a toda costa para hacer un camino junto. Ser felices
significa tener a ese alguien que nos hace vibrar el alma y latir el corazón.
Solo con esa persona aquel camino tiene un sentido. La mayor parte de las
veces, la felicidad se esconde en la periferia de lo que hacemos. Y aunque no
sea evidente, es accesible a cualquier ser humano a prescindir de su fortuna,
de su condición social y de sus capacidades intelectuales. Porque la felicidad
no depende tanto del placer, del amor, de la consideración o de la admiración
de los otros, sino de la plena aceptación de uno mismo, que consiste, en tener
el coraje de recorrer el camino para el que hemos nacido. He pensado, según mi
filosofía de vida, que no todos nacen para hacer las mismas cosas o seguir los
mismos caminos. Tener un trabajo, una familia, tener hijos. Cada uno de
nosotros encierra en la hondura del propio ser una semilla distinta que germina
de forma diferente y que necesita de otras cosas. Esa semilla representa lo que
estamos destinados a ser y a convertirnos.
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