Cada vez que enciendo la televisión veo las caras
sonrientes, los abrazos, los aplausos, los apretones de mano de ese gran grupo
de personas que gobiernan las naciones y que se hacen llamar políticos. En
realidad son hombres ridículos. Payasos que han hecho de la mentira una
realidad por sus intereses personales y para tener el culo sobre un cómodo
sillón bien acolchado.
El mundo es de los imbéciles, sobre esto no hay
duda. Para ser más preciso, debería decir que el mundo está en las manos de los
imbéciles. Y no solo por la fuerza dominante de su número que va de año en año
creciendo, debido a la desenfrenada ambición por convertirse en alguien, de ser
reconocidos por la calle y de verse con cualquier foto en el periódico. Pero
también porque la sociedad entera está organizada en base a sus pequeñas y
grandes exigencias, siempre muy pretensiosas. Coches lujosos con conductores
bien vestidos, guardaespaldas no demasiado inteligentes, casas blindadas con
cajas fuertes repletas de dinero, reuniones secretas en lugares idílicos,
secretarias que hacen de amantes, hoteles lujosísimos, traslados en aviones
privados y miles de fotógrafos que en vez de ignorarlos, los aclaman. Para
ofrecerles todo lo que necesitan y para dar una apariencia de una vida llena de
compromisos importantes, decisiones revolucionarias, misiones con las que
quieren hacer creer cambiar el destino del país que gobiernan, así que cada uno
de ellos pueda en cierto modo decir que vale algo.
Estos maestros de la mezquindad, estos genios del
pensamiento nulo, estos amantes de las palabras inútiles más que de los hechos
concretos, estos parásitos corruptos e insensibles son los políticos. Muchos de
ellos son bufones que arrastran su imagen de un programa de televisión a otro
sin decir nunca nada en concreto. Una categoría de personas de las que un
hombre mínimamente inteligente no se puede fiar. Sus necesidades de éxito y de
aprobación pública son prodigiosas. Forma parte de su materia prima para
avanzar en la vida, sin la que no funcionan.
Por eso, frecuentemente piensan de modo opuesto y
hablan desde dos ángulos diversos de la boca. Por una parte, dicen lo que los
ciudadanos quieren escuchar; por la otra, dicen lo que sirve para obtener la
aprobación de sus aliados.
¡Les debería de dar vergüenza!
Pero no solo los que detentan el poder absoluto,
sino también todos los que los rodean y aspiran con el tiempo a sustituirlos,
también ellos, participan en la competición de la imbecilidad. Representan la
categoría de los medio hombres chupamedias, parásitos impotentes, sin un
pensamiento propio, ausentes de una personalidad propia y sin carácter.
Si estos imbéciles no existieran, no habría
dictaduras, guerras, conflictos, corrupción, terrorismo, porque el político
singular, aunque dotado de un gran poder de convencimiento, solo, nunca
llegaría a hacer nada, dado que su incapacidad individual le impediría tomar
decisiones importantes.
De hecho, su fuerza e influencia social deriva de
la unión de otros individuos que como ellos son auténticos inútiles. Inútiles
para una sociedad que quiere crecer, que quiere progresar, que quiere mejorar,
que quiere resolver los problemas de la pobreza, de la injusticia, de la
miseria, de la desocupación, del miedo, del sufrimiento, del dolor. Que quiere
resolver todos esos problemas que hacen poco digna la vida de cualquier ser
humano que con pleno derecho reclama.
No han entendido que no existe una moralidad
pública y una moralidad privada. La moralidad es una sola y vale en el mismo
modo y de igual medida para todos los seres humanos. Y quien se aprovecha del
poder, de la política, de la religión para ganarse sonrisas o aplausos, es una
persona mezquina, falsa y deshonesta.
Un derecho, el de la justa moralidad, que no llega
a ser mínimamente escuchado de ningún político que como todos, aspira a ser
inmortal. No me refiero solo a los jefes del gobierno de las naciones más
pobres, más desoladas, más necesitadas por una injusticia y una desigualdad
social que premia solo el poder, la corrupción y los capitales.
Pero también en aquellas naciones donde parece que aparentemente todo vaya
bien. Donde viven hombres intocables, idílicos, lejanos de la hipocresía, de la
injusticia, de la corrupción…
También ellos forman parte del mismo barro.
Escuchándolos hablar desde la televisión, los
periódicos, la radio o en cualquier conferencia, hambrientos de poder y
ambiciosos de ser recordados por sus predecesores, prestando atención a los que
con convicción afirman, se podría fácilmente deducir que sus pensamientos la
mayoría de las veces no tienen origen del cerebro, más bien me atrevería a
decir del culo.
Hemos estado 1000 veces en la luna, hemos
descubierto qué hay en el fondo del mar, en mitad del universo y si detrás del
sol llueve. Los armamentos de cualquier nación podrían hacer frente a siete
guerras mundiales, pero su gente hace cola por la calle para poder comer algo.
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Un
saludo
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