Estoy
solo en casa. Vivo así desde hace mucho tiempo. Muchas personas lo consideran
triste, mientras yo adoro la soledad. Me ayuda a pensar, sobre todo por la
mañana.
Cuando
me levanto, prefiero sentir solo el susurro de mi respiración y de mis
pensamientos que corren rápidos.
Un
susurro que me acompaña durante todo el día hasta que cae la noche.
Me
resulta difícil pensar, como muchos afirman, que sea así de simple vivir solo
el “hoy”. No soporto a los que buscan ostentar esta irreal capacidad de
disfrutar solo el presente sin detenerse a pensar lo que han sido o lo que
deberá venir. Es imposible, al menos para mí, no pensar, no girar los
pensamientos observando el camino recorrido.
Una
vida vivida. Me sale natural hacerlo.
A
menudo, ese camino, es tan largo que llega a rodearme, a veces a superarme, y
no puedo hacer otra cosa que volver a meter mis pies sobre mis pasos. Pasos
hechos de recuerdos. Algunos agradables, otros dolorosos. En todo caso, forman
parte de mí y de lo que he llegado a ser. Han contribuido a mi construcción
como hombre.
Por
otra parte si la materia es la forma del pensamiento, el pensamiento es el alma
de la vida. Es lo que uno piensa que marca la diferencia entre un hombre y
otro. Lo que vive y lo que llevamos dentro de nosotros, como nuestros pensamientos,
son en definitiva las sombras de nuestras acciones.
Hace
algunos años, antes de llegar a ser un abogado famoso y reconocido, pensaba que
nunca sería uno de los que se toman el trabajo como un deber, sino como un
placer. No me quería transformar en uno de aquellos hombres que trabajan duro
para poder vivir en un nivel superior a la media.
Esperaba,
por el contrario, poder vivir cada día de modo distinto al que lo precedía
dando un sabor especial a lo que hacía. Pero, lamentablemente, con el tiempo he
comprendido que el sol sale de una sola forma y cuando cae la noche, lo
sustituye la luna. Las estrellas en el cielo están desde siempre y la lluvia
cae inevitablemente hacia abajo. Así que,
si todo es igual y del mismo modo, y no cambia con el tiempo, quiere decir que
la felicidad está en el darse cuenta de los nuevos matices de lo que hacemos.
De hecho, buena parte de la felicidad está en las distracciones de nosotros
mismos. En no tomarnos demasiado en serio.
Solo
así, un día puede ser diferente del otro, aun que, por un sentido de libertad,
escapo siempre de las personas que hacen de la costumbre una virtud.
¡La
vida es eso! Y hay que vivir cada instante. Sin pausa, los años se van directos
a un futuro desconocido, incierto… Probable. Y la vida que se presenta a
nuestros ojos envejece… Olvidada y observada demasiado rápidamente para ser
entendida, saboreada, vivida. Somos pasajeros dentro el compartimento de un
tren que corre rápido para llegar a su destino…. Pero ¿qué destino? Estamos
allí, sentados en un rincón y aspiramos a llegar para tener más, para alcanzar una
meta, para ser algo o alguien. ¡Y eso! ¿Es lo que nos propusimos? ¿Es lo que
nos han aconsejado o quizá enseñado cuando decidimos subir al tren?
Quién
lo sabe… Cada uno de nosotros lleva dentro de sí mismo sus respuestas. Y
hacemos así, de nuestra vida, el pasar de un tren a otro, saltando al interior
lo más velozmente posible. Y una vez sentados en el sitio que nos viene
asignado, nos agarramos con fuerza a lo que es más fácil y evidente, para
comenzar nuestro largo viaje. Un viaje que creemos, o al menos tenemos la
ilusión, que nos hará feliz. Que nos llevará a todo lo que aspiramos. Y en este
nuestro hacer, saltar, correr, agarrarse con fuerza a cada oportunidad, nos
olvidamos de ver el paisaje que nos rodea. Aquel paisaje que silenciosamente se
mueve a nuestro alrededor. Los pequeños mensajes o advertencias que nos llegan
de quién sabe dónde, forman parte, “como un protagonista de una ópera teatral”,
de una energía superior. Pero nosotros los ignoramos porque no llegamos a
explicarnos la existencia de dicha energía. Y ese paisaje, que si observásemos
con atención enriquecería no solo nuestra vida, sino también a nosotros mismos,
queda escondido a nuestros ojos.
Y
así haciendo… Corriendo y saltando de un tren a otro reducimos la vida a pocos
hechos concretos que al final de los juegos, en definitiva, si queremos ser
honestos con nosotros mismos hasta el final, no nos satisfacen.
Y
no nos satisfacen porque no hemos llegado a vivir el trayecto que nos ha
llevado a estos. Llegamos a la cima de la montaña y no llegamos a ver nada del
trayecto recorrido. No nos contentamos con el presente. Anticipamos el futuro
porque tarda en llegar, como para acelerarse la llegada.
Recordamos
el pasado para pararlo y sustituirlo con un presente que nos obliga a vivir y a
actuar. Y así haciendo… Nos perdemos en un tiempo que no nos pertenece, sin
pensar en lo que es nuestro, y en lo que tenemos delante de nosotros. Porque
estamos demasiado ocupados en correr detrás de nada. Y no es nada porque no
existe.
Todo
lo que debe llegar no existe.
Hemos
tenido mucha prisa por subir sobre un tren o en cambiar de tren. ¡Sí! Quizá
esta sea la definición justa, hemos tenido mucha prisa en cambiar de tren. Por
miedo a sufrir, a equivocarnos, a lo desconocido, no hemos dado la posibilidad
al tiempo de componer el diseño que estaba destinado para nosotros. Un tiempo
que no habla, que no advierte, pero que en su paso silencioso nos comunica lo
que nuestra alma necesita para sentirse viva, lo que nuestro corazón necesita
para latir y transmitir alegría. Un tiempo que no es otro que el espacio entre
la esperanza de un futuro y la añoranza de un pasado. Y ese espacio no vivido
se llama vida. Pero hay quien prefiere pasar el tiempo en vez de usarlo.
Me
gusta ir a la oficina andando. Tomo siempre un camino distinto y, a veces,
antes de llegar a destinación, me pierdo entre las callejuelas del centro.
Caminando entre esas piedras sueltas, me hundo en mis pasos y voy a la búsqueda
dentro de mí, de las sensaciones más amadas y vividas con gran pasión, que me
transportan atrás en el tiempo. Pero nada se repite. Al menos no de la misma
forma. Ni siquiera una sensación vivida. Aunque se haya buscado mil veces,
llegará siempre de forma distinta.
Observo
con curiosidad a la gente que a esa hora de la mañana pasa cerca de mí,
convencido de que cada uno de ellos esconda un secreto, un dolor, un placer, el
inicio o el final de un amor, de una pasión, de una tragedia.
Dividir
ciertas circunstancias, aunque sea solo con la presencia, me hace sentir
insignificante. Una mínima partícula que no es del todo esencial. Diría marginaría.
A
veces, no ser nada me hace sentir bien. Me quita la responsabilidad hacia
cualquiera, pero sobre todo, conmigo mismo. De un cualquier deber moral, que la
consciencia me reclama cuando me quedo solo conmigo mismo.
Observando
a la gente pienso que si ellos no hacen nada para existir, ¿por qué tengo que
hacerlo yo?
Lo
peor es tomar conciencia y notar de no ser tanto indispensable. Darse cuenta
que vivir solo por uno mismo, “aunque una sana dosis de egoísmo es buena”, es
poca cosa. De todas formas, quien no se ama y no se aprecia en la justa medida,
quien no sabe regalarse las cosas buenas de la vida, no tiene nada que regalar,
nada que ofrecer, nada que dar, porque su esencia está vacía.
¿Cómo
se puede ofrecer algo que no se tiene?
Hoy
hace algo de viento. El aire es fresco y leve, parece que alguien lo envía
soplando. Cuando paso el viejo puente de piedra para atravesar el río, a menudo
pienso en ella. Mi ella. No puedo dejar de recordar aunque ha pasado ya mucho
tiempo. Los recuerdos mantienen unido lo que el destino ha dividido. Y quien no
acepta el propio destino, arriesga un destino peor. Y no existe una separación
definitiva mientras el recuerdo la mantiene viva. Es en el recuerdo donde las
palabras toman su sitio y ganan o a veces pierden su valor.
Por
otra parte, la riqueza de la vida de un hombre se compone de lo que él está en
grado de recordar. De lo contrario, sería como atravesar el mar, sin siquiera
sentir la sensación del agua.
Ella
era el centro, el río, el camino; yo, un simple componente. El instante de un
día.
Nunca
hubiera pensado que podría alejarme de mí mismo y dejar espacio para otro
aliento. Para mí no es suficiente la ración que a cada uno de nosotros le viene
asignada en el diseño de nuestras vidas.
Pero,
dar todo lo que he dado no ha sido suficiente para ser feliz. Quizá por mi
culpa. Quizá por su culpa. Quizá…, no había ninguna culpa, y las cosas debían
ser así.
Qué
extraña es la sensación que se tiene al leer dentro de nosotros la historia de
nuestras vidas. Comprender por qué inició y por qué terminó. O cuando inició y
cuando finí.
Para
mí ha sido traumático quitarme el traje del protagonista y ponerme el del
personaje secundario. Era como haber jugado en primera división y, de golpe,
sentarme en el banquillo. Y yo, que siempre he pensado ser uno de aquello que
hubiera dejado huella. Nacido para hacer algo grande… Y por el contrario, no.
Las
mías eran las ilusiones y también los sueños que se entregan a todos los que
son jóvenes. La cuenta llega después, con el paso de tiempo.
Me
pregunto a menudo si después de la muerte hay de verdad otra vida y si tendré
la posibilidad de encontrarla de nuevo. Y
si el amor no es solo el encuentro entre dos cuerpos, sino también la unión de
dos almas, hay muchas posibilidades de que esto suceda. Por otra parte, la
muerte en sí no constituye nada. Es solo una pausa. Desde el momento en el que
el placer y el dolor forman parte del sentir, la muerte no es otra cosa que la
ausencia de estos. Nada más. Por otra parte, el amor sin alma es la más carnal
de las ilusiones. No podemos hacer nuestra la materia, y el cuerpo que es solo
materia pasa y se transforma en el mismo momento en el que ha sido vivido y la
sensación inicial desaparece y se transforma en una repetición de lo mismo. Una
poesía aprendida de memoria.
Para
amar tenemos que asistir al encuentro de nuestra alma con el alma del otro, y
dicho encuentro permanece íntimamente atado al destino.
Y
cuando un hombre y una mujer se encuentran, y sus miradas se cruzan, el pasado
y el futuro pierden importancia.
En
ese momento, existe solo la certeza de que lo que ha estado escrito en sus
corazones de la mano del destino, es la misma mano, es el mismo destino, que ha
hecho en modo para que se encontraran.
Amar
sin alma es como vivir sin respirar.
He
pensado siempre que un gran amor es como un paréntesis entre el antes y el después;
el resto es un misterio.
Si
aquella famosa mañana no hubiese llegado tarde a mi cita de trabajo, las cosas
hubieran sido de otro modo. Pero el destino había proyectado ya su diseño.
En
aquella época, vivía en el centro de Roma, en un pequeño apartamento con la
terraza llena de claveles rojos, desde la que se podía ver las callejuelas del
Trastevere.
Vi
aquella maravillosa criatura atravesar el puente como un ángel sobre una nube
que atraviesa el cielo. Guapa hasta perder el aliento, de hecho, me bloqué de
golpe.
Creo
que me enamoré la primera vez que la vi, incluso antes de hablarle.
Ella
existía para ser mía y de ningún otro. Al verla, sentí tal emoción que no
recordaba haber sentido antes ni después de su encuentro nada parecido.
Aquella
criatura era de una belleza insólitamente angelical. Tenía dentro de sí la
alegría, la vida, el deleite. El mundo entero vivía dentro de su corazón. Me
acerqué tímidamente hacia ella, caminando lo más normal posible, ralentizando
el ritmo para tener más tiempo a mi disposición para observarla. El corazón se
me salía del pecho.
Llevaba
puesto una camiseta de color crema, de seda, con botones semi abiertos desde
los que dejaba ver los senos que parecían esculpidos por un artista. Las
piernas se le deslizaban sin pudor desde la falda de encaje negro estrecha y
larga hasta las rodillas. Los cabellos, azul oscuro como el petróleo, los
llevaba recogidos con una pinza y los ojos de un color verde esmeralda
brillaban vivos bajo las gafitas cuadradas. Los labios, pintados con un rosa
natural, eran carnosos y suaves. Fascinaba a todo el que pasaba por su lado. Me
miró y sonrió. Yo quedé encantado por aquella luz que me conquistó en ese mismo
momento.
Me
acerqué aún más a ella y dije sin esfuerzo, frases y palabras desconocidas para
mí. Quizá ridículas, dadas las circunstancias, pero era lo que sentía en aquel
momento.
“Ningún
hombre te amará nunca como te amaré yo, porque para amar así, un hombre debe
perder su alma y ningún hombre está dispuesto a perder su alma por una mujer o
por amor”.
Rio
divertida dándome las gracias por tan bellas palabras, sorprendida por mi
audacia. Tomamos un café junto, para después cenar a la luz de las velas, y
terminar haciendo el amor en mí casa. Todo era suave y dulce en su modo de ser,
de moverse, de dejarse llevar, de abandonarse.
Hicimos
el amor durante toda la noche y a la mañana siguiente, cuando se fue, quedó su
perfume sobre mi piel durante todo el día. Ni siquiera me duché para no perder
el olor que de ella quedó impregnado en mí. Empezó así nuestra historia de
amor, hecha de momentos de gran pasión, pero, desgraciadamente, también de
grandes dolores. Un dolor que yo ignoraba absolutamente. Pero ya se sabe, nunca
sabemos qué se esconde tras la otra parte de la moneda. Y la otra parte, tarde
o temprano, llega, ya que existe desde el principio.
La
vida nos pone a prueba, no conozco el motivo por el que lo hace, quizá las
dificultades llegan solo a las personas que pueden superarlas por un justo
equilibrio de las cosas o llegan para interrumpir sin motivos la felicidad que
en ese momento estamos sintiendo. Casi queriéndonos llevar de nuevo a una dura
realidad. A una realidad que nos hará comprender el sentido de la vida. El
problema es cuando se llega a no vivir más por uno mismo, sino por otro. Aunque
a veces sea una placentera y estimulante sensación, nos encontramos en un
precario equilibrio. Sobre una cuerda que une por decirlo de un modo sutil, el
corazón con la mente. Nosotros estamos allí, en el medio, y debemos decidir
hacia donde ir para no caer por el precipicio. Tenemos miedo, es una decisión
difícil, pero por fuerza estamos obligados a tomarla.
Por
otra parte, el error más grande de la vida es tener miedo a hacer las cosas. Y
nos quedamos inmóviles, sobre aquella
cuerda, sufriendo las consecuencias de nuestra inmovilidad. Pero una cosa es
demostrarnos a nosotros mismos uno de nuestros errores y otra cosa es reconocer
la verdad de aquel error.
Yo
me encontraba en equilibrio sobre aquella cuerda, suspendida en el vacío. Nunca
me hubiera imaginado vivir un amor de aquella manera. Insalubre, antinatural,
enfermo. Quizá ella formaba parte de
“aquel modo” poco natural de amar.
Vivía
la vida como una actriz que recita su papel sobre el escenario. Su visión del
mundo contrastaba con su esencia. Pero ella no conocía su esencia. Nunca había
tenido la necesidad de explorar su alma y preguntarle qué necesitaba para ser
feliz. Se basaba en lo que veía o, quizá, en lo que podía entender. Este era el
error que no la dejaba ver las diferencias. Donde buscaba respuestas y verdades
solo encontraba mentiras y engaños.
Venía
de un pasado pobre y oscuro, de un pequeño pueblo húngaro perdido entre las
montañas, y quería pasar a un futuro rosa y brillante sin vivir nada de lo que
el presente le ofrecía. Por desgracia yo formaba parte de aquel presente.
Hubiese querido defenderla de un mundo que me la quería quitar; pero ella me lo
impidió.
Comencé
una lucha que no solo no podía ganar, sino que además me llevó a la ruina. Caminé
por un terreno árido, difícil, fangoso. Me ensucié, me caí, me volví a levantar
y continué el camino, creyendo que era posible superar y dejar detrás de mí el
trayecto recorrido sin saber que haciéndolo así, me acercaría a otro mucho más
difícil de superar. Aprendí que no existe ni felicidad ni dolor absoluto, pero
que todo nos llega por algo. Existe un dolor que atormenta y otro que madura,
uno que destruye y otro que nos avisa a tiempo de lo que debemos hacer o de lo
que nos espera si continuamos adelante por este mismo camino.
El
dolor es un gran maestro. Bajo su enseñanza se desarrolla y madura el alma.
Pero ningún hombre puede vivir el sufrimiento o soportar el dolor si no
consiguiese atribuirle un sentido. Un sentido que me deleitaba. Pero no había
entendido que a veces el deleite es un dolor con una máscara.
Formaba
parte de una secta satánica. Una especie de cofradía diabólica. Los ritos en
los que ella participaba para buscar respuestas a sus preguntas eran dirigidos
por hombre sin escrúpulos y sin piedad. Se reunían tres veces a la semana en
lugares abandonados. Viejos edificios en destrucción o caseríos perdidos en el
medio de la campiña romana. Se vestían
de rojo o de negro, según el ritual.
Cualquiera
nuevo que llegaba, drogado por las palabras de alguno de ellos y ambicioso en
el querer llegar a ser importante, estaba dispuesto a pagar cifras
considerables para formar parte del grupo.
Recuerdo
que una tarde en mi casa, se desahogó entre lágrimas, contándome los detalles y
lo que le obligaron a hacer para entrar en esa secta maléfica.
Para
salir de la miseria de su vida y escapar de un mundo que no le ofrecía nada tenía
que vender su cuerpo e inevitablemente, parte de su alma. Hasta no reconocerse.
Se
presentó delante de los distintos miembros en un viejo caserón abandonado,
cercano a las 7 colinas. Los allí presentes en la ceremonia, hombres y mujeres,
llevaban como era por costumbre una máscara que les cubría la cara y una túnica
con una capucha abierta por delante. La hicieron desnudarse en medio de una
sala oscura, meramente a la luz de unas pocas velas puestas en el suelo. Podían
verla y tocarla sin que ella llegara a entender qué sucedía. Le vendaron los
ojos y la hicieron tumbarse en una cama, cubriéndole el cuerpo con pétalos de
rosa.
La
obligaron a fumar una gran pipa con opiáceos que mezclados entre ellos tenían
el poder de hacerle perder la voluntad, transformándola en una mujer sin
capacidad de reacción. Cuando su voluntad fue manipulada por aquellas drogas,
abusaron de ella. Había llegado
demasiado lejos como para poder pedir ayuda. Había llegado demasiado lejos para
poder olvidar. Nadie podía ayudarla o sacarla de aquel ambiente. Si hubiese hablado con alguien, su familia
hubiese pagado las consecuencias.
Su
corazón se llenó de odio. No había sitio para mí en su vida. No había sitio
para el amor que yo quería darle.
También
yo, sin distinción ni diferencia alguna, formaba parte del mundo que ella quería
destruir. Lo quería destruir porque había comenzado a amarlo. No había, sin embargo,
entendido que yo y “aquel mundo”, representábamos su salvamento.
Aunque
fui amenazado, chantajeado, ofendido por algunos de los miembros de aquella
secta diabólica, no estaba dispuesto a escapar, a irme, a perderla. No quería
perderla. Y a pesar de todo lo que tuve que afrontar no consiguieron
impresionarme. A mí no, a ella sí. Se escapó lejos dejándome solo. No podía
continuar aquella lucha sin tenerla a mi lado. No existía ninguna razón para
amar si ella no quería ser amada.
Sin
embargo, amar significa estar, significa emerger de un mundo hecho de sueños y
fantasías, cara a cara, piel contra piel, respiración contra respiración;
esculpir un amor con devoción. Amar significa quedarse, quedarse allí cuando
cada célula del cuerpo y cada parte del ser te dice: -¡Escapa! ¡Vete!-.
Pero
en verdad, solo ahora que ha pasado mucho tiempo, comprendo el porqué decidí no
luchar más.
En
aquella experiencia de vida entendí que el componente más importante del amor
es la admiración por el otro. No se puede amar a la persona que tenemos al lado
si no se la admira. Y no podemos admirarla si no la sentimos única, especial,
diferente de todo lo que conocemos y hemos conocido.
La
admiración es un componente muy importante sin el cual nunca nacería el amor. Y
tampoco podría durar, porque no habría fundamentos para crecer. Si el amor se
basa en el sentir, en la pasión, en la devoción, en el compromiso, en la fidelidad… ¿Dónde se apoyan estos
sentimientos si no es sobre la admiración que se tiene por el otro? ¿Cómo
podemos superar los obstáculos, los problemas, las dificultades que la vida nos
presenta si no admiramos a la persona que tenemos al lado?
Y
así pensando llegué a una triste verdad. En la vida de cada hombre hay dos
biografías.
La
primera es una lista de amores y de encuentros vividos con pasión, fáciles de
contar. La segunda es una lista de
mujeres que hemos querido tener, pero que por una serie de circunstancias han
desaparecido. Un biografía incompleta con sueños no realizados. Existe también
una tercera biografía dentro de cada hombre, que la mayoría de las veces ignora
o no quiere recordar, pero que adquiere más importancia con el paso del tiempo.
“Nos
gustábamos, nos queríamos, nos deseábamos, nos admirábamos, pero aun así, todo
se perdió. No podíamos continuar por aquel camino juntos ya que por una irónica
jugada de la vida nos encontrábamos en el lado opuesto de la frontera”.
Ella
no quería aceptar el amor que sentía por mí. Tenía miedo y este fue su error.
El mío, por el contrario, fue pensar que el bien siempre vence al mal y que el
amor puede con todo. Pero a veces no es así.
Para
vencer cualquier batalla, superar cualquier obstáculo, se necesita que la
voluntad del otro lo quiera con todas sus fuerzas como lo queremos nosotros. De
lo contrario, todos los esfuerzos que hagamos, dolores que probemos, lágrimas
que derramemos, serán inútiles.
Abro
el portón de madera del viejo edificio de piedra, subo los 50 escalones que me
separan de mi oficina y me siento ya cansado antes de empezar un nuevo día. Me
mezo sobre la silla empujándola con fuerza hacia la ventana. Desde el tercer
piso de mi oficina veo el puente. Cada vez que lo observo, busco esperanzado
dentro de mí la sensación que tuve cuando la encontré aquel día.
Pero
nada se repite de la misma manera, ni siquiera una sensación.
Antes
de encontrar a aquella mujer pasaba el tiempo interrogándome, analizándome,
intentando conocerme y entender quién era.
Después
de ella, durante dos largos años, todo se confundió y todo pasó en mi vida como
un ciclón. La destruyó y se fue dejándome solo.
Viví
aquel tiempo ignorando cada instante sin preocuparme de cómo llegaría al
siguiente.
Ahora,
sentado en esta silla, protegido en mi oficina, observando el puente y pensando
en ella, me pregunto el significado de vivir sin sentir, de tener sin poseer,
de desear sin poder amar, y me respondo siempre de la misma forma como cuando
salía con ella.
-No
es suficiente amar si no se tiene el coraje de amar de verdad, de un modo tal,
que ningún ladrón pueda robarlo, y ninguna ley humana o divina pueda hacer nada
contra este gran amor-.
Pero
este gran amor solo lo hubiéramos podido encontrar en aquel paisaje que nos
rodeaba cuando estábamos sentados en el compartimento de aquel tren.
Pero
nosotros no llegamos a verlo ni a entenderlo, ocupados como estábamos en llegar
a la cima.
¿A
la cima de qué?
Y
el alma pregunta.
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