lunes, 21 de julio de 2014

Don Fico

“La Justicia es igual para todos… Y el castigo infligido estará en relación con el delito cometido”.

 

Dicho escrito resplandecía sobre una placa de bronce a la entrada del gran salón barroco.

 

A las 17.00 horas de una calurosísima y bochornosa tarde de julio venia introducido en la miserable celda del tribunal a un hombre vestido de forma perfecta e impecable. El honorable Don Fico. Se le atribuía el grado de honorable por su modo tan elegante de vestir.

Chaqueta y pantalón azul oscuro con raya beis; camisa celeste, con cuello a la francesa más alto de lo habitual; corbata blanca con rayas rosas; botas negras limpias y brillantes con los cordones y tacones blancos como la corbata.

Peinado con los pelos hacia detrás, barbas y bigote cuidados y lisos, cubiertos de una gelatina aceitosa y brillante. Perfumado como una flor en primavera. Antes de sentarse en el viejo y desquiciado taburete de madera, sacó del bolsillo posterior de sus pantalones un pañuelo rojo fuego con lunares blancos que hacía juego con los calcetines cortos del mismo color. Lo extendió cuidadosamente sobre el banco de madera girando las puntas del pañuelo hacia abajo para no mancharse los pantalones y con una calma sorprendente, se sentó encima.

Sonreía feliz, girando la cabeza de derecha a izquierda a todos sus amigos campesinos que llenaban la corte y la sala del tribunal, acudidos también desde pueblos cercanos para asistir como espectadores curiosos, algunos como testimonios, al gran evento.

El pequeño pueblo en el que había nacido Don Fico, perdido entre los montes de la provincia de Messina, en la región de Sicilia, estaba decorado y alfombrado con carteles que anunciaban que a las 17.00 horas de aquella calurosa tarde de julio tendría lugar a puerta cerrada en el tribunal central la declaración explícita de Don Fico.

Toda la población campesina de los alrededores fue a presenciar aquella solemne función. Un olor denso, a agrio, estiércol, sudor, queso de cabra, se levantaba sobre aquella muchedumbre como una nube.

Un tufo insoportable llenaba el poco aire disponible que entraba por una ventana abierta.

Aquellos espectadores ordinarios, entre los que se encontraban amigos y parientes del imputado, feos y toscos en su modo de ser, y de expresarse, con ese aspecto de paletos y con esa manera de hacer tan primitiva, no conocían más en la vida que el duro trabajo del campo, el ordeñar las vacas, criar el ganado y dar de comer a los pollos y a los cerdos.

El imputado, el honorable y famoso Don Fico, conocido en todo el pueblo, elegante y excéntrico, saludaba alzando la mano derecha, sonriente, satisfecho y complacido por tanta afluencia.

Reconocía entre la multitud maloliente a muchos de sus parientes vestidos celestialmente, como de costumbre hacían los domingos por la mañana para ir a la iglesia.

Estaba también entre ellos el que había hecho la excepción a la regla, dándose un baño de agua caliente y jabón. Ritual reservado exclusivamente al domingo.

Tras tantos meses de reclusión, a la espera del proceso, aquel día caluroso y bochornoso representaba para Don Fico y los espectadores como una gran fiesta.

Tras las primeras formalidades burocráticas y la presentación del caso por parte de la acusación y de la defensa, el juez, un hombre encorvado y amenazador, con la mirada seria y una expresión dura en el rostro decorada en parte por las gafas de medialuna que tenía apoyadas en la punta de la nariz y por los pocos pelos que le entraban desde detrás hasta el cuello de la camisa. Con una gran corbata negra, mojada por el sudor que le descendía de la frente atravesándole la cara, tras sentarse y controlar si en la jarra de agua delante de él habría la justa cantidad de limón y hielo, invitó al imputado a levantarse, para realizarle las preguntas del caso.

-Imputado, ¡levántese! por favor -dirigiéndose a don Elegante-. Dígame, buen hombre… ¿cómo se llama?

-¿Dite a me excelencia? -le pregunta Don Fico señalándose con el dedo-.

-¡Claro que digo a usted! -responde sorprendido el juez-. ¿A quién entonces?

-Don Fico, excelencia. Me llamo Don Fico.

-Bien, bien… señor Don Fico ¿Cuántos años tiene?

-No lo sé, excelencia.

-¿Pero cómo que no lo sabe? -le pregunta el juez acercándose con el cuerpo y levantándose un poco con los brazos sobre la gran mesa que casi lo escondía- ¿No sabe su edad? ¿Cuándo nació?

Alargando los brazos y levantando las espaldas, abriendo de par en par los ojos con una expresión entre el estupor y la imbecilidad, mirando a su alrededor y buscando la aprobación de los espectadores presentes, a Don Fico le parecía absurdo responder a una pregunta como esa.

-Soy un campesino, excelencia. Paso la mayor parte del tiempo trabajando en el campo. Cuando no trabajo, como; cuando no como, duermo y cuando no duermo, trabajo. No tengo tiempo para pensar a cuántos años tengo. Y si quiere saber la verdad, excelencia, no sé tampoco qué día es hoy y en qué año estamos.

Ante aquella respuesta toda la muchedumbre ignorante que estaba allí presente se echó a reír. Cuchicheando entre ellos aprobaban la evidente verdad que acaba de decir Don Fico.

Con una mirada entre el espanto y la incredulidad, el juez comenzó a mirar entre las hojas esparcidas por la mesa delante de él.

-Por lo que puedo leer, señor…Don Fico, usted tiene 50 años desde hace dos meses. ¿Es así?

-Si lo dice usted, excelencia, me lo creo.

La multitud, otra vez, se echó  a reír de modo rumoroso y grosero, silenciados seguidamente por el enérgico sonido de la campana del canciller que fastidiado de tanto ruido se levantó irritado. También él… el canciller, se había vestido de todo punto. Una corbata verde con lunares rojos resaltaba sobre el traje negro con rayitas blancas, y las botas marrones con la hebilla dorada hacían juego con la camisa beis. Serio y atento en su trabajo, movía enérgicamente con la mano derecha una pesada asa de madera de una gran campana de bronce. El péndulo sacudido con fuerza de derecha a izquierda contra las paredes de la campana emitía un sonido infernal.

-¡Silencio! ¡Silencio! guardad silencio -gritaba con la cara roja por el esfuerzo, acompañando los movimientos de la campana en sintonía con los movimientos del brazo-. Guardad silencio o desalojo la sala.

Tras establecerse el orden y el silencio, el juez cogió un folio y comenzó a leer el acto de acusación.

El olor a cabra y oveja de los campesinos rendía el poco aire disponible, irrespirable.

Meneada solo de dos grandes ventiladores con las aspas de madera, que en cada vuelta silbaban chirriando como si estuvieses a punto de caerse.

El tufo que se respiraba era tanto que el juez ordenó abrir todas las ventanas disponibles y la puerta de entrada del tribunal. Los numerosos espectadores que estaban fuera, llegados de pueblos cercanos, empujándose entre ellos, entraron dentro llenando aún más la sala.

Don Fico, sentado sobre su pañuelo rojo con lunares blancos, se mecía en el banco, sin siquiera advertir el desagradable olor a el familiar e sin fastidiarse mínimamente por el horrible bochorno que llenaba la sala.

No obstante que, el gran nudo de la corbata doblado sobre sí mismo tres veces estaba mojado con el sudor de la frente, y las moscas, debido a la gran cantidad de perfume que se había echado le rondaban alrededor y los gruesos calcetines de lana, aunque cortos, estaban húmedos por el sudor que le caía de las piernas mojando también el interior de las botas negras limpias para la ocasión, no advertía el mas mínimo calor.

Era un hombre tranquilo, Don Fico.

El abogado defensor, Don Peppino, pequeño y gordo, con los gruesos tirantes de piel que le sostenían los pantalones de su traje marrón oscuro, había comunicado en una de sus charlas con el acusado la posibilidad de ser absuelto porque el crimen que en teoría había cometido se sostenía por pruebas a su favor.

¡Incontestable! Para un tribunal de un pequeño pueblo siciliano perdido entre los montes de la calurosa y bochornosa provincia de Messina.

Por otra parte, hay un tribunal que existe en todas las naciones invisibles a la Justicia, que actúa continuamente, más fuerte las leyes de los magistrados, y este tribunal es el de la opinión pública.

Sin embargo, ante las palabras tranquilizantes de Don Peppino, el abogado defensor, que como para todos los abogados su ocupación era vender la esperanza y nada más; Don Fico no entendía el porqué se encontraba allí y por qué tenía que ser juzgado y nada menos que procesado por las acciones lógicas y naturales que había cometido meses atrás.

Sin sentir el mínimo remordimiento por su acción, visto que había tenido que defender su honor y su honorabilidad de hombre, consideraba una estúpida pérdida de tiempo y de energía aquella insólita función.

Allí sentado, mirando al juez y a los espectadores presentes, pensaba en las ovejas que tenían que comer hierba, en las vacas abandonadas en el establo de ordeñar, a los cerdos que necesitaban de su ración de verdura diaria para crecer con un aspecto mejor y poder ganar cualquier sueldo de más cuando los hubieran vendido al mercado.

Sabía… y esto lo ponía un poco nervioso, que las provisiones de comida dejada para los pollos se había acabado, y que los tomate estaban ya maduros y se tenía que recogerlo antes de que se pusieran negros y cayeran al suelo; pero su nerviosismo, que se alternaba con pequeñas sonrisas forzadas, se debía al pensamiento del pez dejado secar al sol.

Las moscas, los mosquitos y todos los demás insectos que pululaban y rodeaban su casa habrían comido la mejor parte y a él no le habría quedado nada.

Sabía también..., un pensamiento al que no le daba mucha importancia, visto que era una práctica natural y legítima para un hombre digno de honor como era él, que, tras haber cortado con un golpe de hacha, como la que se utiliza para cortar los troncos de madera para calentarse en invierno, la cabeza a la mujer, porque al llegar a casa tras una larga jornada de duro trabajo en el campo se encontró frente a un escándalo, sabía… que esa acción le aportaría algunos problemas.

La mujer de Don Fico en su negligencia había cometido dos errores importantísimos: no solo se había olvidado de ordeñar las vacas, sino que había hecho público a todo el pueblo que era amante desde hacía un año del Conde Massetti. También él estaba casado y vivía en el mismo pueblo. Un rico heredero que desde pequeño era el dueño de aquellas tierras.

Siempre elegante y bien vestido, de modales educados, además de la pasión por los coches de época tenía también aquella por las mujeres. Pequeñas y gordas como era la mujer de Don Fico.

La condesa, esposa del conde Massetti, una campesina que tuvo la suerte de casarse con él quedándose embarazada tras haberle derramado un líquido especial en su té de la tarde. Presente en la sala, sentada en una esquina, con las botas de tacón alto y robusto, envuelta en un vestido rojo y con un gran sombrero de encaje blanco que le cubría la cabeza y le hacía sombra defendiéndola del sol, perfumada y empolvada, con collares y pulseras de oro y un gran medallón en el pecho con la fotografía del marido en el centro, con grito alarmante, tirándose de los pelos, arrancándose la ropa y llorando con un llanto ruidoso, sorprendió al marido desnudo en la cama con la mujer de Don Fico, en casa de estos. Poniendo con sus alaridos, alborotos y gritos al corriente del hecho a todos los pueblos de alrededor. Gritos que se oyeron en toda el tranquilo valle cubierta por el calor y  “omertá.”

Hizo acudir, además de dos gendarmes, a un asistente delegado, y el comisario de seguridad pública, también al sheriff del pueblo. Un hombre considerado serio e intransigente en sus obligaciones. Atento y vigilante de la seguridad pública, que como de costumbre, permanecía durante todo el día en su oficina tranquilamente sentado jugando a las cartas, protegido por el aire acondicionado que le permitía soportar su dura y penosa profesión.

Debido a que, dado los acontecimientos, incomodar para asistir a la condesa Doña Rosalinda había tomado nota en el lugar, del crimen cometido, pero, sobre todo, se había puesto al corriente del adulterio. Rodeados por todo el pueblo, que en un primer momento testimoniaba a favor de Doña Rosalinda.

Todo el vecindario, los amigos, los parientes, incluso los pueblos cercanos estaban al corriente de lo acontecido y de la gran desgracia.

Don Fico era reconocido públicamente un cornudo. No había nada que hacer. Su mujer se había ido a la cama con otro hombre. Lo sabían todos. Su mujer era considerada una puta.

También lo sabía Don Fico que volviendo de los campos delante de aquel desorden, sin pedir ningún tipo de explicación, pero entendiendo perfectamente que le habían herido el honor y su honorabilidad había sido manchada irremediablemente, como un hombre moderno, emancipado e inteligente en el resolver personalmente los problemas familiares, cuando se encontró delante de su esposa que lloraba, tomó el hacha que había dejado clavada en el tronco de un árbol y con un gesto decidido, de un solo golpe, le cortó la cabeza.

Tras haber encontrado la solución a su problema, antes de que se lo llevaran a la cárcel, acompañado de dos gendarmes fue a la casa del pueblo donde todos se reunían para contar satisfechos lo sucedido. No pocos de sus coetáneos le dieron la enhorabuena abrazándolo, dándole palmadas en la espalda, invitándolo a un vaso de vino y afirmando que había sido la única cosa que hacer y la única sabia decisión que tomar.

Tras haber leído el juez la sentencia, hizo levantarse al imputado y le dirigió como de costumbre las preguntas antes de cerrar definitivamente el caso.

-Entonces, honorable Don Fico, ¿ha entendido de qué ha sido acusado y por qué está aquí? Quiero decir... -marcando sus palabras-, ¿ha entendido finalmente el crimen que ha cometido?

-Excelencia-responde el imputado esbozando una sonrisa y perplejo por la pregunta- sinceramente no he entendido gran cosa.

-¡Don Fico! -gritó el juez enfurecido-¡usted está acusado de homicidio! ¡Homicidio entiéndete! A matado a su mujer y será condenado por ello.

-Excelencia -le responde Don Fico levantado los hombros -, si usted dice eso, me lo creo.

Sabe excelencia, yo soy un pobre y humilde campesino y de todos estos asuntos políticos y administrativos no sé gran cosa. Si usted dice que he matado a mi mujer, seguramente es la verdad, pero créame excelencia, no podía hacer otra cosa, estaba obligado por los hechos.

De nuevo una risa general. El canciller sacudiendo enérgicamente la campana intentaba establecer el orden y la calma.

-¡Silencio! ¡Silencio! o desalojo la sala.

El juez, serio y amenazante, quitándose las gafas y apoyándose con la espalda en el gran sillón de piel mojado de sudor, se dirige al imputado.

-¡Don Fico! -le dijo casi gritándole-. ¿Qué significa que no pudo hacer otra cosa?

-Significa que yo no tengo la culpa, excelencia. Era la única decisión que podía tomar. Hice lo que debía.

-¡Pero cómo que no tiene la culpa! Lo han visto todos que con un solo golpe de hacha ha cortado la cabeza a su mujer. Todo el pueblo está al corriente del homicidio cometido por usted. ¿Y usted qué hace ahora? ¿Quiere negarlo?

-No… no, excelencia, me he explicado mal.

Yo no niego nada, al contrario, es cierto lo que usted dice. He cortado con un golpe de hacha la cabeza de mi mujer. Pero déjeme explicarme, por favor…

-Explíquese, ¡explíquese entonces! Queremos escuchar lo que tiene que decir. Explíquese pues -gritó impaciente-

Sentándose de nuevo en el banco, remangándose los pantalones y dejando descubiertos los calcetines rojos y un trozo de la pierna peluda. Estirando los brazos y apoyándose con las manos en la rodilla, levantando ligeramente la cabeza, con una respiración profunda, comenzó serio y pensativo a contar.

-Ve, excelencia…, la culpa de todo lo sucedido no es mía, ni tampoco de mi mujer, es de la señora condesa. La mujer del conde Massetti, Doña Rosalinda. Es la condesa… que con todas sus lágrimas y gritos ha querido hacer un escándalo inútil delante de mi casa. Delante de todo el vecindario. Delante de mis amigos. Poniendo a todo el pueblo al corriente del hecho y a mí, un hombre de honor, en ridículo.

-Pero entonces…, entonces usted estaba al corriente de la relación entre su mujer y el Conde Massetti -le dijo el juez con la clara expresión en la cara de haber descubierto algo fantástico-. ¡Lo sabía todo!

-Exactamente, excelencia, es cierto. Yo lo sabía todo. Pero solo yo y nadie más. Ninguno podía decirme a la cara que era un cornudo y reírse de mí a mis espaldas. Le digo esto excelencia, porque yo soy un pobre y humilde campesino y vivo en el campo. El campo es duro, excelencia, muy duro. Trabajo toda la semana en el campo levantándome temprano por la mañana y cuando vuelvo a casa me espera la comida caliente y un poco de vino. Y aunque a veces mi mujer me esperaba en la cama disponible solo para mí, yo, después de haber comido, iba cansado a dormir para poderme levantar al día siguiente a las 4 de la madrugada. También los domingos. Este tipo de desgracia, cuando uno trabaja tanto y está tan ocupado con el tiempo, puede suceder a todos. Lo importante es que todo lo que pasa, quede en casa, entre las cuatro paredes. En familia. ¿Con qué derecho la condesa Doña Rosalinda que tenía todo y vivía en una gran casa, conocida y respetada por todo el pueblo, rica y elegante como siempre, con todo el tiempo libre que tenía a su disposición para ocuparse de tantas cosas divertidas y estúpidas en la vida, vino a mi casa? Excelencia, ¡a mi casa! ¡En mi casa! En la casa de un pobre campesino, con el  cual la señora condesa no había nunca querido hablar, ni ver, ni conocer, un campesino que trabajaba todo el día y lo único que le hubiese quedado al final de la vida hubiera sido solo el honor; a gritar en voz alta y a demostrarle a todo el pueblo que yo era un cornudo. Un cornudo, excelencia, ¿me entiende?

¿Qué habría pensado la gente de mí? ¿Con qué coraje hubiese podido salir de casa o ir a la casa del pueblo a jugar a las cartas con los amigos un domingo por la tarde? ¿Sabe cuántas cosas habrían dicho a mis espaldas? Era un cornudo, excelencia. ¡Un cornudo! ¿Me entiende? Ve, excelencia, para la condesa aquel escándalo era de poca importancia, una broma. Estas cosas suceden y se pueden entender. Ella lo sabía muy bien, que años antes de haberse casado, metía en su casa, cuando el conde viajaba por trabajo, a los chavales de 20 años para que la satisficieran. Ella lo sabía muy bien porque estaba habituada a estas cosas. Después unos pocos días habría hecho de nuevo la paz con el marido y ninguno hubiera sabido nada.

Por lo demás, excelencia, mi mujer era solo una pobre, humilde y estúpida campesina. No había que preocuparse por nada por parte de la condesa. Pero ella, la condesa, ha querido montar todo aquel alboroto inútil. Todo aquel rumor y gritos sin sentido. Sin pensar en mí… el marido. Yo también soy un hombre, excelencia. ¿Qué podría hacer si la condesa me quitaba la única cosa que tenía y que defendía en la vida? Mi honor. Tenía que hacer algo…, debía salvar el honor.

Un aplauso se produce en la sala. Todos los campesinos allí presentes con sus respectivas mujeres afirmaban con la cabeza todo lo que Don Fico decía.

-Ve, excelencia -retoma Don Fico con un tono de voz más bajo y profundo―. Si la condesa hubiera venido a hablar conmigo, yo lo hubiera entendido. Le hubiera propuesto de dejar ir, le habría dicho que las cosas pasan, de no pensarlo más, y no hubiera matado a mi mujer. Nos hubiésemos hechos quizá más amigos, incluso…, teniendo un secreto importante y en común para compartir, nos hubiéramos seguramente convertido en parientes, buenos vecinos, y quién lo sabe, si hubiese nacido algo divertido entre nosotros cuatro. Quiero decir…, íntimamente hablando. Pero, excelencia, todo aquel alboroto, todo aquel griterío, para nada. Las mujeres, excelencia, no hay quien las entienda…

Y con estas últimas palabras, Don Fico se secó la frente mojada por el sudor con el pañuelo, dando por acabado su discurso.

-Entonces, ¿esta es su visión de los hechos, Don Fico? ―le preguntó el juez, quien lo había escuchado con mucha atención― ¿Esta es la tesis que usted sostiene?

-No, no, excelencia, no me he explicado bien. Yo no tengo ninguna visión de los hechos, no tengo ninguna tesis. Soy un hombre simple y modesto y le he dicho solo lo que me han obligado a hacer.

-¿Cómo se considera usted? ¿Inocente o culpable? -le preguntó el juez.

―Inocente excelencia,  inocente sin duda.

El juez… también siciliano de origen, nacido y vivido en aquel lugar, residente en un pueblecito perdido entre los montes de la calurosa provincia de Messina, conocido por todos por su justicia e imparcialidad de sus sentencias. Comprensivo y justo con las personas débiles, pero intolerante e implacable con los brutos y prepotentes. El juez… considerado por todos un hombre sabio y justo, tras haber escuchado con atención la declaración de Don Fico, sentencia en voz alta la pena de 5 años de cárcel.

Entre un estruendo colectivo y rumorosos aplausos, el proceso termina y la multitud satisfecha por la pena, tras congratular a Don Fico, sale lentamente de la sala.

Por las miradas de los campesinos se entendía que consideraban más que justa la pena que el juez le había dado a Don Fico por el horrible homicidio cometido. Cinco años, que con buena conducta y la resolución del caso podría pasar a tres, y quizá hasta a dos.

Pero ya se sabe, esta es la Justicia.

Y si la Justicia es igual para todos los hombres, no todos los hombres son iguales delante de la Justicia.

Significa entonces que el modo de ver, de entender, de vivir y de interpretar las cosas representa un océano desconocido para cada hombre. Y es por esto, que no puede existir una sola Justicia… justa.

Y el alma pregunta.

 

 

 

 

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